Nicaragua vive en estos momentos una de sus peores crisis políticas de los últimos veinte años. Nicaragua, tierra de poetas y de gente luchadora, ha tenido que soportar oscuros mandatarios durante décadas, tanto de derechas como de izquierdas. La revolución sandinista y el derrocamiento de Anastasio Somoza no implicaron, de manera automática, el bienestar económico y la estabilidad política que necesitaba la Nicaragua de posguerra. Al contrario, después de once años de gobierno sandinista, el pueblo nicaragüense empezó un verdadero calvario con sus gobernantes, sobre todo con el derechista Arnoldo Alemán, acusado y condenado por distintos actos de corrupción. Su sucesor, Enrique Bolaños, también fue investigado por la Fiscalía, hasta que de nuevo llegó Daniel Ortega al poder en el año 2007, dándole continuidad a la estela de corrupción que sus antecesores iniciaron, pero también perfeccionando la metodología, su “know how” del mecanismo sombrío para perpetuarse en el poder, ya que desde entonces Ortega ha ganado elecciones, en primero lugar, gracias a la Sala de Constitucional de la Corte Suprema de Justicia nicaragüense, que le permitió ser candidato presidencial a pesar de que la Constitución prohibía la reelección. En segundo, gracias al Consejo Supremo Electoral, que ha validado elecciones discutidas, por no decir fraudulentas.
Nicaragua, al igual que sus vecinos centroamericanos de Guatemala, Honduras y El Salvador, ha tenido que soportar gobernantes nocivos para el pueblo y la democracia. La crisis actual, que ya lleva más de 350 muertos en apenas tres meses de convulsión social, es producto de grandes errores de Ortega, el único responsable de los asesinatos de los estudiantes. Desde su primer año al frente de la administración pública empezaron a surgir visos de lo que posteriormente llegaría a constituir una suerte de mini-monarquía autoritaria en la política local. La ascensión de Rosario Murillo a calidad de “súper ministro” desde el inicio de su gestión en 2007, con autoridad de hecho y no de derecho, muy por encima de cualquier ministro y funcionario del gobierno, fue una señal primigenia del carácter autoritario del nuevo gobierno de Ortega, un carácter autoritario que se fue manifestando de a poco en la medida que se invadían todas las instituciones del Estado. Inundar de militantes afines a su gestión instituciones como el Consejo Supremo Electoral y la Corte Suprema de Justicia, es parte de un plan programado para evitar los obstáculos propios de una democracia frente al autoritarismo: los frenos y contrapesos del resto de Órganos del Estado en general, y de instituciones en particular, para detener cualquier avance de una posible dictadura disfrazada de legalidad y legitimidad. Instituciones como la Fiscalía General de la República, el órgano Judicial en general y la Corte Suprema de Justicia en particular, las instituciones de protección a los Derechos Humanos y el Consejo Supremo Electoral son, entre otras, instituciones que deben responder a la Constitución y a las leyes, cuyos actos se deben basar en la independencia y la imparcialidad, omitiendo cualquier presión foránea de los otros órganos del Estado, incluyendo presidentes, diputados y poderes económicos que pueden tener intereses particulares en las decisiones que tales instituciones emiten. Para el caso de Nicaragua, la Corte Suprema de Justicia, en su momento, declaró la “inaplicabilidad” de un artículo de la Constitución que prohibía la reelección del presidente, mientras que el Consejo Supremo Electoral avaló, tanto en las elecciones presidenciales de 2006 como en las de 2011, las discutidas victorias de Daniel Ortega. Además, a lo anterior también se le suma la destitución de 16 diputados electos 12 suplentes, todos opositores, por parte del mismo Consejo Supremo Electoral, que a raíz de una denuncia del representante legal del mismo partido opositor, acusado de colaborar con Ortega, decretó la destitución de éstos. En fin, el gobierno de Ortega tiene todas las características de una dictadura, y las dictaduras, sean de derechas o de izquierdas, deben ser erradicadas por igual. Dirá alguien, no sin cierta razón, que el gobierno Orteguista está legitimado gracias a esas elecciones y que cualquier intento de detener el gobierno electo es un golpe de Estado, pero lo cierto es que no puede existir legitimidad si las instituciones del Estado responden de manera directa al poder, la legalidad termina ahí donde deja de existir la legitimidad, y es por eso que a nivel internacional se le pide a Ortega que renuncie a su cargo.
El levantamiento de los estudiantes en Nicaragua es producto directo de este autoritarismo monárquico que ha venido minando la democracia Nicaragüense y que ha venido alimentando el descontento social en el pueblo, hasta llegar a la convulsión actual. Podrían existir sospechas, fundadas en la historia de nuestros países latinoamericanos, de injerencia externa en los asuntos internos de ese país, pero esto rebasa cualquier sospecha de supuestos movimientos geopolíticos del imperio para solo constituir una vulgar dictadura muy parecida a los regímenes militares de extrema derecha del pasado oscuro de nuestros países. La crisis social que vive Nicaragua no responde a ninguna cuestión geopolítica sino más bien al descontento del pueblo. El mismo Ortega ha sido buen aliado del Fondo Monetario Internacional y además ha facilitado la inversión de muchos empresarios, es decir que en este caso no valen los argumentos de intervencionismo externo frente a la crisis, pues el mismo Ortega ha sido un neoliberal al estilo de cualquier gobernante de derecha.
La crisis, con todo su cúmulo de asesinatos y represión, ha sido criticada duramente a nivel internacional, pero es bien vista por pocos gobiernos, como el salvadoreño. Es importante que la ideología no nuble lo que está tan claro, y es que el gobierno de Ortega dejó de ser un gobierno revolucionario desde hace mucho tiempo, para solo convertirse en la sombra de un sueño. La dupla Murillo-Ortega es un homenaje a la egolatría, al mesianismo, al populismo y al autoritarismo. No se puede considerar al gobierno de Ortega como sandinismo porque ellos han vaciado totalmente el contenido revolucionario del sandinismo para dejar un cascarón de lo que fue un sueño. Guardar silencio frente a la muerte y a la represión no es un asunto de conveniencia ideológica, es un asunto de cobardía intelectual. En El Salvador, por ejemplo, muchos “intelectuales” y políticos de izquierda guardan un profundo silencio al respecto. Hasta cierto punto es entendible que muchos guarden silencio pues dependen de un salario gubernamental que podría ser eliminado si se escuchan voces críticas, pero lo cierto es que no por ser de izquierda se debe esconder el polvo debajo de la alfombra, los trapos sucios o los cadáveres en el armario. Dos de las grandes características de la izquierda histórica son el revisionismo y la autocrítica, que bien podrían resumirse en una sola palabra: la consecuencia. Hay que ser consecuentes con lo que siempre se defendió, la libertad. Hay que ser consecuentes con lo que siempre se combatió: la represión. Hay que ser consecuentes por lo que se dio la vida: la democracia y la justicia. No hay que olvidar que por ser revisionista y autocrítico, entre otras causas, murió Roque Dalton. Por eso, hablar de los jóvenes estudiantes asesinados en los dos últimos meses, sin hablar de sus perpetradores, sería caer en el silencio de los pusilánimes. Hablar de la represión sin mencionar con nombre y apellido al opresor, es caer en lo que siempre detestamos en el pasado. La represión en Nicaragua tiene dos nombres y apellidos: Daniel Ortega y Rosario Murillo, quienes han traicionado el sandinismo, convirtiendo a un país en su finca personal como bien lo pudo haber hecho cualquier oligarca en el pasado. A los estudiantes y a la población no los mata fantasmas, los matan policías y turbas por órdenes superiores. Prueba que este gobierno pasó a ser una dictadura se puede encontrar en las duras y lapidarias críticas de José “Pepe” Mujica, líder ético y moral de las izquierdas de Latinoamérica, al referirse al régimen: “…y siento que algo que fue un sueño se desvía, cae en la autocracia, y entiendo que quienes ayer fueron revolucionarios, perdieron el sentido que en la vida hay momentos que hay que decir me voy“.