En mi columna de opinión anterior explicaba que una de las razones por las que los salvadoreños y salvadoreñas estamos emigrando del país es por la insoportable violencia que estamos viviendo diariamente. La violencia delincuencial que estamos padeciendo nos afecta a todos de manera directa o indirecta.
Traigo esto a colación tras el reciente ataque que sufrió una corredora, la mañana del martes 23 de abril recién pasado. Según las informaciones, ella se resistió a ser asaltada y debido a eso la apuñalaron en tres ocasiones. Mientras escribo este texto, me entero que su situación es sumamente delicada, pues además de las heridas provocadas por la agresión, le han encontrado un coágulo cerebral.
Me siento particularmente afectado por este incidente, debido a que ella es conocida mía de hace años y sé de la calidad de persona, esposa y madre que es, por lo que espero que pueda salir de este doloroso trance por el que está pasando.
Las redes sociales han hecho eco de este penoso incidente y si bien hay personas que se solidarizan con su situación, también hay cretinos que hacen comentarios de este tipo: “Ya capturaron a los atacantes, claro, como era pudiente de la Santa Elena”. En lo que no piensan estas personas que hacen comentarios tan desatinados es que el crimen es crimen en Santa Elena o en Soyapango. Lo desesperante de esta situación que vivimos es que la delincuencia nos perjudica a todos. Hemos llegado a una situación tal que no estamos seguros en ningún lado. En cualquier lugar en que nos encontremos tenemos la sombra ominosa de la muerte rondándonos. Ya ni correr se puede en este país.
Por tal motivo, vemos cada vez más calles privatizadas, colonias que ponen portones en sus entradas. Vivimos en unas especies de islas, apartados de todo contacto, con el fin de evitar ser asaltados, asesinados o secuestrados. Y ese aislamiento genera mayor individualismo, rompe el tejido social, impide la solidaridad, la empatía y el apoyo entre vecinos. La vida comunitaria ya es cosa del pasado. Aquí cada quién ve cómo salva su pellejo y lo que le pase a los demás no es mi problema.
Viene a mi mente otro incidente de violencia que sucedió también en estos días: el del hombre que, con su hijo, vapulea a un motociclista. Al ver ese video, constatamos que la gente pasa de lado y nadie hace nada. ¡Nadie! Mejor alguien se pone a grabar un video, en lugar de llamar a la policía. Así de mal está nuestra sociedad. Una sociedad que ve la violencia como un espectáculo, como algo morboso, digno de redes sociales. Así de enfermos estamos.
Es cierto, las autoridades, quienes nos gobiernan no han logrado controlar esta espiral de violencia que desangra nuestro país, pero cuando vemos que es más importante grabar un ataque que buscar la manera de impedirlo, nos damos cuenta que el problema de la violencia en El Salvador es un problema de todos, no solo del gobierno.
La cultura de la violencia y el irrespeto atraviesa toda nuestra sociedad. Los culpables de la lamentable situación que atravesamos como país somos los salvadoreños, pobres o ricos, con educación o no, todos. Somos una sociedad individualista, intolerante. Solo nos importa lo que nos afecta a nosotros y ver cómo salimos adelante nosotros, así sea que pasemos encima de leyes o de otras personas. Es la “cultura moronga”, como bien la define el escritor Horacio Castellanos Moya: La cultura de la sangre comprimida, la de la vivianada y de la imposición de mis deseos y criterios a través de la fuerza y la violencia.
El caso de la corredora asaltada es otra muestra más de una de las caras más horribles del crimen: la violencia feminicida. En nuestro país, siempre se ve a la mujer como un blanco fácil para ejercer cualquier tipo de violencia. Vemos cómo las mujeres están en permanente vulnerabilidad por el simple hecho de ser mujeres. Las salvadoreñas son fáciles de atacar, secuestrar, robar, insultar, violar y matar. Esto nos indica que, como personas, las mujeres no se pueden sentir seguras aquí.
Mis mejores deseos están con M.E. Pido a Dios que pueda salir adelante de esta dura prueba y que pueda estar de regreso con su familia y con toda la gente que la apreciamos. Pero también debemos, como sociedad, hacer algo por las otras mujeres, jóvenes, niños y niñas cuyas vidas se están apagando como velas, frente al viento tempestuoso de la delincuencia, que nos tiene acorralados.