“Murió Claribel”. Cuando leí esa frase para la que creí que estaba preparada, me quedé fría, ni siquiera verifiqué quién me la envió y “no creí”. Le hablé a su hijo, Erik, solo ahí estaría segura. Y era cierto, y entonces el corazón comenzó a recordarme su voz; que apenas la había llamado una semana antes para decirle que los ejemplares de su libro «Amor sin fin», coedición entre índole y la Fundación Claribel Alegría (FCA), llegarían pronto; que ella me había pedido que llegara a verla porque desde octubre a esa fecha demasiadas cosas me lo impidieron (ahora sé que nada debe ser excusa para no ver a los seres amados). En esa llamada yo me había reservado algunas noticias para su Majestad, como la bautizó Francisco Ruiz, para llevárselas en febrero que ya tenía preparado mi viaje, porque me encantaba tenerle muchas cosas que contar cuando me decía «contame, mi amor, cómo está todo allá».
Esa es mi anécdota, a la que podría agregarle cada vez más detalles, pero eso ya no es importante.
Ahora que Claribel ha muerto, más allá de los homenajes, de los círculos de encuentro para recordar su memoria, de los eventos oficiales, no oficiales… lo que viene es cuál Claribel debemos recordar. Su obra narrativa, escrita a dos manos con Bud Flakoll (su marido, fallecido en 1993, ambos bautizados por Luis Rocha como Claribud), es un punto de llegada necesario para desatar la memoria que cargaba desde la infancia, esa vinculada con un país que había perpetrado una masacre étnica que una niña guardó y se convirtió en una obra de una importancia superior para la memoria de casi medio siglo de este país y de una región asolada por las dictaduras, los gobiernos militares, la represión. Esa Claribel es la que se jugó la vida, la que no pudo ver morir a su madre porque no la dejaron entrar a El Salvador, la que vio en Nicaragua la mejor opción para vivir en medio de una América Latina desangrada.
Pero Claribel siempre se declaró poeta, y desde ahí también hubo denuncia, reflexión sobre la realidad, amor, un amor que aunque en su superficie a veces parezca lírico, es un profundo amor social. El tiempo le regaló larga vida «y la poeta, ay, siguió cantando», pese a la muerte del hombre que conformó su contraparte de amor, literatura y fe por la vida. Esa Claribel después de Bud fue más íntima; pero el amor y la ausencia siempre fueron una reflexión sobre su realidad circundante en una expresión de amor puro, destilado, de resonancia universal. La huella de sí misma como mujer que enfrentó un siglo dividido de muchas maneras queda indeleble en sus versos. La madurez de su poesía de las últimas dos décadas no deja de guardar el eco solidario de la mayoría de su poética.
Claribel Alegría fue y es la salvadoreña más universal, y no borro con esto su huella en la literatura nica, solamente destaco que para El Salvador es la mujer más importante a la fecha entre sus escritoras. Como poeta instauró un lenguaje único dentro de la corriente de lo coloquial y lo dialógico: su verso depurado, de musicalidad exquisita, al que Gioconda Belli ha llamado «clarilegio», es capaz de hilvanarnos una poesía fina, un poema que se ata y desata en cada uno de sus versos, sus palabras, su estructura. Ella fue la salvadoreña que colocó el testimonio dentro del gran género de la narrativa literaria y de realidad. Ella ha inaugurado una estirpe que a poetas y narradores debería importarles continuar, velar y defender. A las generaciones que podemos presumir de sus contemporáneas nos corresponde dar la dimensión del prisma complejo que es Claribel. Nos corresponde que no se reduzca con el pasar del tiempo, como ha sucedido con Claudia Lars, Gabriela Mistral, a quienes no se les ha permitido cantar con su voz contestataria. Si bien la poesía de Claribel está plagada de ese amor a su tiempo convulso, también está esa Claribel que podría solo dimensionarse desde el amor y la nostalgia, o desde lo que los cánones escolares permiten.
Su voluntad fue reposar junto a su Bud en su matria y en su patria. A dos semanas de su partida física está ya con nosotros para esperar su reposo final, parte de sus cenizas, las de ambos y mezcladas, según su voluntad, han venido a este país. El Salvador los recibe, recibe por fin a Claribud, en este retorno definitivo, el que no pudieron hacer en vida. Es nuestro deber honrar ese amor que nos profesó, y qué mejor manera que celebrar y preservar su memoria poética, que es nuestra propia memoria.