El Acuerdo de Chapultepec no sólo consiguió poner fin a la guerra, también instauró la democracia en el país. Desde 1994 en los sucesivos procesos electorales han participado las más diversas fuerzas políticas, incluidas aquéllas que habían estado proscritas por más de sesenta años. Los antiguos enemigos se han convertido en adversarios. El ejercicio de la política, aunque en ocasiones transcurre no exenta de crispación, ha dejado de ser fuente de violencia y represión. La oposición no sólo es tolerada, goza de espacios de expresión y las movilizaciones sociales y de la ciudadanía por lo general son respetadas. Comparada la situación del 2017 con la de 1967, el avance es notable y evidente. Pero insuficiente.
Falta mucha cultura democrática, más práctica del debate, mayor tolerancia a la diversidad de las ideas y de las opciones de vida. No se experimenta la democracia como una forma de vida. Más bien su concreción en El Salvador se reduce a respetar unas reglas de juego y un escenario en el que los intereses y las diferencias se confrontan y se consensúan. Déficit democrático lo hay en la sociedad política como en la sociedad civil, entre la clase política pero también en la sociedad salvadoreña.
La política y los partidos deben democratizarse, pero democratización requieren asimismo la escuela, la iglesia, la fábrica, la familia. Mucho podría lograrse con mayor inversión en educación y en cultura. A las tradiciones machistas y patriarcales se agregan las pulsiones de la competencia neoliberal y del consumismo desenfrenado. Todo conspira para dejar en la marginación y la vulnerabilidad a amplios sectores de población: campesinos, indígenas, mujeres, grupo LGTBI, menores de edad. Pese al auge de la religiosidad popular no prevalecen valores cristianos de compasión, solidaridad y humildad, sino los anti-valores del sistema: competencia, ostentación, exhibicionismo, intolerancia. El país necesita, como reclamaba Gramsci, de una reforma cultural y moral.
La negociación no resolvió – no podía– las causas económicas y sociales del conflicto, cuyas raíces se hunden en la modalidad de capitalismo salvaje que ha predominado en la región. No se le puede achacar a los acuerdos de paz no haber garantizado la paz social, empleos y bonanza económica, la superación de la desigualdad y la discriminación. Es tarea de toda la sociedad y debería centrar la agenda del sector privado y de los partidos. Pero la desidia y autocomplacencia de las dirigencias tienen una elevada responsabilidad en el deterioro de la situación que se advierte a veinticinco años del Acuerdo de Paz.
La desbordante emigración, la extendida desintegración familiar, la amplitud de la economía informal, el auge delincuencial, el empoderamiento de las pandillas, la pérdida de control de los territorios por el Estado, son graves síntomas de la enfermedad estructural que abate a la nación. Ésta necesita no tanto nuevos acuerdos de paz, como un consenso básico sobre el diagnóstico de nuestra dolencia nacional y medidas urgentes de salud pública, para decirlo al modo de Robespierre.