Algunos de mis escritos de opinión de estas semanas han dado pie a algunos comentarios de colegas y amigos que, sin importar cuan coincidentes sean (o no) con mis ideas, agradezco de la forma más sincera. Dos textos en particular han generado distintas reacciones: “Dar las gracias” y “Los maestros de aula: una prioridad”. De este último, rescato el mensaje central: la atención a nuestros maestros y maestras de aula –que trabajan con niños, niñas y jóvenes—debe ser la meta principal en esta coyuntura, y los académicos más experimentados del país –aquellos que acumulan en su haber maestrías, doctorados y trayectorias de investigación consolidadas—deberían sumar sus esfuerzos y capacidades para apoyar a los docentes de aula. Siendo este el argumento central, los demás asuntos tratados –como el tema de lo virtual—son algo secundario en mi planteamiento. Sería una lástima que lo secundario diluyera el propósito de mi mensaje.
Un amigo (que es también un colega universitario), cuyo nombre no voy a decir porque conozco su modestia, me escribió un mensaje que me voy a tomar el atrevimiento de citar, porque creo que su contenido es significativo.
“También valdrá reconocer, Luis, que los maestros están haciendo, en estos días, un esfuerzo valioso. Me consta, por ver de cerca a las maestras de un kínder… y por vía de mis nietas, el trabajo de sus respectivas maestras, que se preocupan por atender a sus respectivos alumnos/as. He visto, como en el caso de aquellas maestras que atienden familias bastante pobres (sin posibilidades de acceso a una computadora y menos a Internet) responden con una creatividad exultante. Ojalá puedas hacer un artículo un día de estos, destacando que estas circunstancias están poniendo a prueba la vocación docente; pero sobre todo la voluntad de servir y de servir bien a quienes menos favorece este sistema. Gracias por tu artículo. Lo he compartido con los profesores de la Facultad, porque hay ideas allí que podemos aprovechar también en la universidad”.
Prometí a mi amigo escribir algo sobre ello y, con gratitud hacia los maestros del país, ahora lo hago. Tengo también una vivencia de primera mano, a través de mis sobrinos –mi sobrina en bachillerato y mi sobrino en 4º grado—, que están siendo atendidos con delicadeza y prontitud por sus maestros y maestras. Además, he tenido acceso a información valiosa –que otro colega ha tenido la gentiliza de brindarme—sobre las variadas acciones que se están realizando a nivel institucional –desde el Ministerio de Educación y el INFOD— para asegurar la continuidad educativa de niños, niñas y jóvenes, y para mantener los procesos formativos de los maestros y maestras del sistema público de educación.
El saldo de todo esto es un cúmulo de acciones y comportamientos positivos, realizados por cientos de personas que se están esforzando por hacer el bien a sus semejantes. Entre esas personas, destacan los maestros y maestras que, como dice mi amigo, “con una creatividad exultante” hacen frente a una situación en la que abundan las dificultades. Dan muestras, además de su valía como seres humanos, de una vocación docente a toda prueba. Heroica. Pero no se trata de un heroísmo rebuscado, espectacular, sino del que pasa desapercibido porque obra en lo pequeño, en lo cotidiano, pero que genera dignidad en las personas. Y esto es, en definitiva, lo que importa si los criterios éticos con los que regimos nuestras vidas son los de la dignidad humana.
Y los maestros y maestras que se preocupan por sus alumnos y alumnas; que están haciendo sus mejores esfuerzos por atenderlos, con materiales, guías de trabajo, seguimiento a sus aprendizajes y otras actividades –ejercicios físicos o prácticas artísticas—; y que dedican tiempo a su autoformación están haciendo un bien extraordinario –más del que ellos y ellas se imaginan—a la sociedad salvadoreña. Desde este espacio, no puedo menos que agradecerles por su esfuerzo, empeño y creatividad. Honran la profesión docente. Honran el conocimiento.
Termino esta reflexión con algo que anoté en “Dar las gracias”: usualmente nos fijamos sólo en los hechos negativos inflándolos de tal modo que anulan todo lo demás. Por supuesto que las acciones negativas (perjudiciales para el bienestar social y la dignidad de los demás) existen y se deben hacer los mayores esfuerzos por corregirlas o incluso erradicarlas. Pero también existen las acciones positivas y, en el caso de nuestro país en estos momentos, esas acciones se están realizando en diferentes ámbitos. Los maestros y maestras a los que hace alusión mi amigo, o los maestros y maestras que están dedicando atención a mis sobrinos, son un ejemplo de ello. Como muestra de mi agradecimiento y respeto, transcribo para ellos y ellas (lo mismo que para cuerpo docente nacional) este hermoso poema de ese gran maestro, escritor y poeta que fue Francisco Andrés Escobar: Por si el silencio.
“Si me voy y te quedas: restitúyeme al viento. Lleva mi nombre triste y escríbelo en la arena. Habla con las gaviotas, con las viejas mareas, diles que no me he ido, que ando volando cerca.
Diles que me he quedado hecho cal en las piedras, que vivo en el columpio de las flores silvestres, que mis tardes las paso cerca del sol poniente y que espero los días en la región del hielo.
Y siente mi presencia en todo lo que quieras, en todo lo que mires con tus ojos de cielo: desde el café de esquina donde hacía mi espera hasta el musgo que crezca junto a mi cruz de tierra.
Encuéntrame en las cosas que rozaron mis dedos. Mírame en los juguetes, en los dulces pequeños. Sábeme detenido en mis humildes letras con que canté a la vida fulgores y miserias.
Si me voy y te quedas: envuélveme en recuerdo, adéntrame en el margen de tus memorias tiernas. Y perdona el confuso torrente de mi anhelo que amó sin esperanza, por rutas del silencio”.