Por Alejandro Herrera.
En Lima se terminó la temporada de teatro de invierno. Niños caen de los árboles de Mariana de Althaus superó cualquier suspicacia, y logró momentos realmente brillantes. Por encima o en el mismo subsuelo del amor, esta obra se defendió con uñas y dientes.
El escenario un paisaje donde los interiores de una casa están atravesado por los exteriores arenosos de un cerro partido y árboles secos con ramas que parecen brazos suplicantes. Hay un par de muebles de una sala semienterrada, una alfombra, un ropero, un par de sillas, una botella en la arena haciendo pareja a un cuchillo de pan. Un paisaje con olor a Huachipa.
Ruido, oscuridad, luego luz, el cuerpo de Alma sobre una silla apoyada , aplastada sobre sí. Una pintura. Pantalón jean azul sobre fondo negro.
El dilema: otra familia burguesa venida a menos tienen que vender la casa familiar y saldar la deuda. El futuro en forma de especulación inmobiliaria mientras las viejas costumbres son enterradas, mientras se afila el hacha del progreso que talará el jardín.
«Volviste» le dice Leónidas a su hermana Angélica , ella responde «otra vez la carretera, los carros, las casitas. Otra vez mi país, el cerro partido».
Y luego…
«Cuantos fantasmitas nos cuidan». O «En cada árbol hay un niño ». O «A mi me encantaría vivir en un libro … en el Don Quijote ». Aquí hay una buena pluma y un puño firme que la sostiene.
Sin embargo,
La tierna ingenuidad de Antonio , un nombre demasiado grande para Alguien tan joven. Su voz es la crítica acertada que reclama que no todo tiene que producir, que esa ambición de producción genera violencia y vuelta a lo mismo como serpiente que se muerde la cola porque no se ha aprendido nada. El arte como el jardín no factura. El discurso de Antonio es interesante, el tono sin embargo lo hace ver como un estudiante de la PUCP o aún peor del TUC. Cae gordo por soberbio, en ese caso es un logro, porque resulta que Zamalloa ha construido un personaje interesante. No es antipático a todas horas, Pero es oportuno a ratos, aunque la relación con Alma, la hija de Angélica (de la que está ¿Enamorado?) no termina de cuajar. Sin embargo la cuestión que plantea, el problema de que lo útil , lo productivo es un problema en sí, no deja de ser pertinente en el contexto actual en que todo gira en torno a la ganancia y la productividad y la rentabilidad. Sin embargo eso es sociología y aquí estamos en artes. ¿Dónde el golpe que nos remueva del asiento? Eso se perdió en la prosa, hizo falta un verso, uno solo para ganar. Aún recuerdo su adaptación de Los inocentes , y esa mirada que quema la nuca en Cara de Ángel. Entonces ahí se ganó, aunque sea un destello de sentir a otro.
Por otro lado hay una tensión entre Antonio y Leónidas en cuanto a política, y de Antonio con Condori en cuanto a la identidad y la cuestión de clase. Quizá lo más humano de Antonio se viera cuando cerca al final le dice a Condori, con voz amiga, que se calme. Dejó de lado lo obvio de su personaje y mostró profundidad, una cara misericordiosa , laica, pero misericordiosa. Mostró piedad ante la ganadora del juego que se queda sola. Eso dice mucho. En Condori ( que representa a la nueva clase dirigente) lo más interesante se nuestra en su inseguridad de haber ganado, de la semi consciencia de haber perdido algo en el camino, de la soledad de estar arriba. De cierto extravío del nuevo rico. Está contenta, el problema es otro, es que no tiene con quien compartirlo. Lo más cercano fue curiosamente Antonio que le brinda un instante de horizontalidad, un puente entre iguales dentro de la ilusión de jerarquías que se depredan. Por eso otra vez, ese “calma, tranquila”, de Antonio a Condori suena auténtico. Suena incluso tranquilizador.
Un dueto que sorprendió fue el de Julio y Cindy Lauper ( Brian Cano y Kiara Quispe), de quienes no esperé nada y recibí todo, me terminaron asombrando en un momento en que Julio recuerda a su madre y se culpa por haberla abandonado. Ese momento brilló sol en Antofagasta, fue intenso, triste y tierno, revelando todo lo que era Julio. Y la compañía de Cindy es más real en tanto es hombro que hace dulce la amargura. Cuando se está tanto tiempo solo, el dolor compartido resulta demasiado hermoso para ignorarlo. Sus personajes que eran cómicos resultaron explosivos y retrato de algo más sólido. ¿Qué? No lo sé. Pero me da envidia y eso es suficiente.
Los hermanos Angélica y Leónidas son unos diletantes, de la raza de los decadentes. Preocupa que esas sean nuestras elites. Leónidas roba escena (la imagen de verlo cruzar escenario llevando un ¿Topogigio?), es hábil en sus intervenciones, agiliza el drama y lo mesura. Asustan estos personajes por revelarnos que los que vienen a reemplazarlos sean como Condori, astutos, fríos y revanchistas “artistas del atajo” (¿Dónde leí ese verso?). No importa el apellido o el color de los ojos, quienes comandan como dirigen, los productivos del capital, son los mismos rancios que no pueden ver más allá. Pero eso ya lo sabía Menandro y Teofrastro.
Angélica δεινότερον
Πολλὰ τὰ δεινὰ κοὐδὲν ἀνθρώπου δεινότερον πέλει” (polla ta deina kouden anthropou deinoteron pelei). Āntigonē de Sophoklés
«Es una soga amarrada a mi cuello que me arrastra al fondo del mar. Pero lo amo».
Intensa. Pero como el mar de Perú, calma , divertida , aburrida también, Pero con momentos que detonan dinamita. Al menos tres momentos de un sol rojo, un sentimiento negro. Gol.
«Estoy harta de los charlatanes. De su equilibrio interior. Me cago en sus pastillas espirituales de mindfulness. Yo no puedo perdonar. Yo odio. Nunca aceptaré que mi hijo dejara de respirar». ¡Olé!
Aquí tanto Mariana de Althaus y Kareen Spano Klein, tocan por un momento la altura de la tragedia griega. Tocan aquello que es humano, pero humano en mayúsculas, aquello que es inmortal porque nunca muere. Aquí se siente sabor a Sofócles, a una Electra en la soledad de su dolor, a una Clitemnestra que reclama por el destino de Ifigenia. Aquí hay una mujer y es real. Y eso es un acierto desde el libreto a la actuación pasando por la dirección. Momento culminante que brilla en rojo griego. Luego está el juego de columpiarse con salto doble que impresiona, Pero eso son juegos. Faroleas Kareen, faroleas. Aquí hablamos de las palabras que golpean. Y en la cima del cerro ese odio por el hijo perdido para siempre, ese «odio» es una katabasis excelente. El problema es que la pirueta de Munich 72 es un estímulo que se come las palabras que la anteceden y se difumina la sensación. Funciona en su momento. Memorable quizá, tal vez si me acordará sin leer el apunte. Tal vez más adelante haya una respuesta. Entretanto está el hecho de recordar lo que dijo Modena hace casi 200 años: que el actor es un libro vivo que se Lee una sola vez.
«La vida una cárcel de la cual no se puede escapar con vida». Está línea también es acertada pero por algo más.
La Anagnorisis ( griego ἀναγνώρισις ‘reconocimiento’) se refiere en la literatura griega y romana al hecho de que el personaje se reconoce o es reconocido. Sobre todo presente en la tragedia de Euripides, este recurso ya existía en la Odisea de Homero, cuando Odiseo se revela a Penélope en su regreso a Ítaca.
Más allá de volteretas olímpicas el momento genuinamente físico fue el colapso de Angélica es en la Anagnorisis. Previamente hubo un colapso de identidad pero que fue totalmente devorado por un baile coreográfico. Y ya sé que es una metáfora del mundo interior de Angélica, Pero el problema es que no fue oportuno, porque el estímulo devoro el parlamento y momento previo. Cuando se va de estímulo en estímulo la potencia de la actuación como el de las palabras (el teatro es literatura) se termina reduciendo, pasando a un segundo plano. De ahí que cuando se produce la Anagnorisis final de Angélica el sentimiento triunfa porque hay silencio, tiempo para sentir, participar de su dolor. Es el momento del “oimoi” trágico, ese “ay de mí”, ese lamento que es más que un lamento. En la cima del cerro se logró en ese “odio” pero la pirueta lo eclipsó. En cambio en el momento culminante de la Anagnorisis se cumple complementariamente porque se vive, el ritmo no se corta, nos centramos en ese dolor real. Puede entender sea como, Οἴμοι, τί ἔπαθον! (Oímoi, ti épathon!) – ¡Ay de mí, qué me ha pasado!. ὢ μοι, τί λέγεις; (ō moi, ti légis?) – ¡Ay de mí, qué estás diciendo!, ἔχω κακῶς σήμερον. (éjo kakōs sémeron) – Hoy estoy mal. En todos los casos funciona en la interpretación. Pero ya ni por las palabras sino por el cuerpo que lo dice todo.
Su rostro y postura alcanzan un sorprendente realismo. Es la puesta en escena en sí misma. Aunque con pocos momentos físicos indudables (uno anterior en que estaba sentada con la parsimonia de un buda), en el momento del shock se lee a un cuerpo que habla . La boca semi abierta, el brazo partido como el chavo en la chiripiorca, la baba saliendo en hilo al menos dos veces de su boca, la espalda encorvada, la mano rígida y suave (Albertina). Era exactamente eso, el colapso de la mente después de un terremoto en el alma. Como un ataque de epilepsia detenido en un fotograma. Esto recuerda a La detonación de Antonio Buero Vallejo, por el tiempo que se ralentiza, el cuerpo/escenografía ha estallado en su propio ritmo, es la pausa tan ansiada sin palabras detrás ni delante. Es la Anagnorisis en toda su magnitud. Porque como Buero al comienzo de La detonación, en que la velocidad de los interlocutores del poeta Lara se ralentiza, aquí ocurre algo semejante, Pero desde el peso («Pasa un peso» Gloria Fuertes) y eso ancla acertadamente el momento. Cuando el teatro se detiene es el mundo entero el que se detiene.
Un retrato de una época que pasará
Jardines contra cemento. Buen retrato de la Lima de comienzos del siglo XXI, pero se necesita más. Tenemos que ver más allá, ¿Cómo nos verán los teatristas del s. XXII, y qué del teatro del siglo XXIV? El mundo no acaba con nosotros, no se acabó con la caída del imperio romano ni con el colapso de la civilización del bronce, menos va acabarse con nosotros. Es cierto lo que se dice y repite en clásicas, en las clases de griego y latín, en los estudios del teatro antiguo, es cierto lo que nos recuerda Juan Manuel de Prada: somos ciudadanos de la democracia de los muertos, escribimos para gente que está muerta y gente que está por nacer. Y el teatro es eso, el libro vivo y abierto, a lo máximo a lo que puede aspirar un Hombre es a fracasar , a fracasar a lo grande, para levantar la Obra para mil años más. Eso es ser Don Quijote. «Yo te haré un monumento más duradero que el bronce, y ojos que no han sido engendrados te verán volver pasar», Shakespeare.
A este puedo y debo contradecir al personaje de Antonio. Ser artista es útil, el arte es útil. No somos un país de científicos ni ingenieros. El alma hispanoamericana es de poetas, místicos y santos. Es ese nuestro potencial, no otro. Y ya sé que escribo mal, pero ni modo, lo que ves es lo que hay. Y las palabras detonan como cartuchos de dinamita, y esa piscina llamado el mar de Grau a veces también se levanta. Niños caen de los árboles refleja un buen momento en la salud del teatro peruano. O mejor dicho teatro limeño. Finalmente el teatro tiene una condición dúplice, es inevitablemente un teatro de ciudad (solo puedo ver el teatro que se hace en mi ciudad) y también es un teatro en lengua española (el segundo idioma más hablado en el mundo), es en las tablas donde lo mejor de nuestro idioma se muestra como canal de lo que hierve en nuestra carne. «No es verdad que tenga miedo, es que lo que hierve es mi cólera », Markaris.
Con uñas y dientes
Partamos por lo esencial. Un actor es un libro vivo. Mientras en el Británico de Lima, Jean Pierre Gamarra presentaba a Brecht con un decorado y una escenografía que hacia sentir al público estar en un auténtico teatro de cabaret de la Alemania de 1920; en el ICPNA tuvimos una propuesta diferente con un sabor local , arenosamente limeña con paisajes de cerros y arena que se mete en la casa tragando una casa como en aquella novelita lumpen de Eielson que hablaba de arena metida en las casonas del centro. Mariana de Althaus ha sorprendido con algo más, en un asomo a lo mítico. Un pajarito una vez me dijo que años atrás había escrito o escenificado algo sobre una sirena que hablaba quechua o algo así, eso es interesante, porque sugiere algo más.
En niños caen de los árboles , al cerrar la obra nos sorprendió con algo más, un instante de una aparición en penumbras de un cóndor al final, eso nos habla de una intuición poderosa captada y que da un cierre intrigante que invita a una fascinación atávica (Calasso). Es el misterio. Ahí, cuando el final caía en un patetismo plano, después de una montaña rusa de emociones , a veces clamorosas, otras exageradas, y en tres ocasiones brillantes que dolían de verdad, el cierre de la aparición del cóndor parlanchín fue un acierto, una sorpresa que deja perplejo con una pregunta al aire.
A modo de adiós
Muchos años atrás, hace casi dos siglos un joven aprendiz de actor llamado Rossi que se fugó de casa con una compañía de titiriteros, se presentó ante la estrella del teatro europeo, el mítico Modena, y le recitó lo mejor de su repertorio, Shakespeare, Dante y al final le pregunto si veía en su trabajo futuro. Modena, que lo oyó en silencio, solo le respondió: «hoy eres tu quien necesita el teatro, Pero puede que mañana sea el teatro el que te necesite a ti». Cuarenta años después y regresando de una gira de San Petersburgo, enfermo con la tuberculosis avanzada , un famoso Rossi (el mejor Othelo que ha existido según la unánime crítica europea de entonces) escuchaba a su asistente que le leía los telegramas de admiración que le llegaban del mundo entero mientras respondía con solo un cansado “bene”, “bene”, hasta que oyó el saludo que le dirigía su pueblo natal, y cambió el gesto y solo dijo “que dicha, mi tierra me saluda”. Rossi murió unos días después. Es difícil comprobarlo pero los que lo vieron actuar en Londres , París, Berlín, Roma y Milán atestiguan que era el mejor actor del mundo y quizá de todos los tiempos. Y eso que su propio padre, un ex oficial de Napoleón, siempre se rehusó a que su hijo fuese actor, hasta que un día lo vió actuar en Milán y se puso a llorar. Rossi pudo haber sido abogado, ese era el deseo de su padre, y sin embargo prefirió el teatro. Y esto que nada tiene que ver con lo anterior, en realidad tiene que ver con todo. Porque también actuamos para gente que está muerta y gente que está por nacer. Aunque no nos vean, ya se enterarán por otros. Porque la gente es chismosa y eso no ha cambiado desde los días en que Tespis, primer tragediografo interpretó al primer actor con la cara manchada de jugo de uvas e invento sin querer queriendo un oficio llamado Teatro.
¿Por qué se habrán callado los pajaritos?