Más que computadoras, necesitamos lectura en la escuela salvadoreña

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A Josué Iglesias, con afecto

Para Sánchez Lihón (1997) leer es otorgar significado a hechos, cosas y fenómenos con el fin de conocer y comprender una realidad y ubicarnos en ella. Así, por ejemplo, podemos leer un partido de fútbol, las intenciones de un grupo de personas, o las impresiones que provocamos en el rostro de otro ser humano. Leer es estar alerta ante estos signos del mundo y apropiarnos de sus riquezas. Leer de algún modo es también humanizarnos.

Alberto Masferrer, maestro y filósofo salvadoreño, señaló que el problema de la lectura era el primero que deberíamos tratar en nuestra vida intelectual como salvadoreños. No solo para conocer nuestra realidad sino también para conocernos a nosotros mismos. “Una nación inculta es una nación fácil de manipular y de dominar”, escribiría en 1917 en su ensayo “Leer y escribir”.

El libro, este valioso recurso que Borges denominó como “extensión de la memoria y la imaginación humana”, no ha sido del todo asequible durante los últimos años en nuestro sistema educativo salvadoreño. La emblemática “Colección Cipotes”, por ejemplo, no volvió a ser reimpresa desde los gobiernos del FMLN. Esta serie, que fue un apoyo fundamental para el aprovechamiento académico de las asignaturas básicas desde los años 90, fue relegada al olvido. Los centros educativos públicos no volvieron a contar con un libro de apoyo, o al menos, con un libro que sirviera como base para estimular el aprendizaje de las diferentes materias básicas.  

En el año 2015 el presidente Salvador Sánchez Cerén lanzó el programa presidencial “Lectura para la vida”, un plan que ofreció a la población estudiantil lecturas de autores salvadoreños con el fin de “garantizar el rescate de nuestra identidad cultural”. Esta iniciativa se concretó con la impresión de 175,000 libros que fueron entregados a estudiantes de educación media sin ningún criterio definido, sin darle mayor seguimiento ni monitorear el aprovechamiento académico que esta inversión educativa supondría. Sencillamente fueron entregados para que la juventud leyera durante sus vacaciones de fin de año. Así, sin más.

Algo totalmente distinto ocurrió con la aparición de libreta educativa “Lluvia de Estrellas” en 2016. Esta herramienta didáctica vio la luz con 200,000 ejemplares destinados a estudiantes de educación parvularia, niños y niñas que están aprendiendo descifrar el mundo, a otorgarle significado a un dibujo, a una sílaba, a una palabra, y que ven en la lectura una forma más de descubrimiento y asombro. Afortunadamente, desde su aparición, la libreta ha seguido utilizándose de manera innovadora por miles de maestras de educación inicial y parvularia. Incluso, ha servido de insumo para crear una serie animada por el proyecto Tatukatv; y ha sido un apoyo fundamental para los padres y madres de familia en el marco de la estrategia de continuidad educativa.

Si bien, dotar de libros a la niñez y juventud salvadoreña es un hecho importante, no podemos olvidarnos de los espacios y actores educativos que pueden desarrollar el hábito de esta práctica. Algo sucede en un sistema educativo donde 2 de cada 10 escuelas tienen biblioteca (entendiendo que una biblioteca es algo más que un cuarto lleno de libros). Algo sucede en los primeros años de educación básica donde el estudiante aprendió a leer, pero no se le impulsó a continuar leyendo, ni se le perfeccionó como un lector competente. Tampoco se le dan las condiciones para continuar construyéndose a través de la lectura o incluso, a través de la escritura. ¿Existen modelos lectores en casa? ¿Cuántos libros tiene una escuela? ¿Cuántos minutos de lectura tienen los alumnos a diario? ¿Cómo los docentes y bibliotecarios fomentan la lectura e investigación en la comunidad educativa? Estas son preguntas necesarias que debimos plantearnos hace algunas décadas atrás.

La libreta “Lluvia de Estrellas” es un buen inicio, pero sin seguimiento, sin libros en los demás niveles, sin procesos, sin bibliotecas y con maestros si recursos ni metodologías adecuadas, poco o nada hacemos para que nuestra niñez desarrolle sus habilidades y se perfilen como lectores competentes. Es por ello que no nos resulta extraño encontrar a muchos jóvenes en bachillerato que no leen, que no comprenden lo que leen, que no les entusiasma, porque, en realidad, nunca encontraron los estímulos, ni los materiales ni las condiciones para continuar desarrollando sus procesos lectores: no hallaron el entusiasmo para seguir maravillándose a través de la lectura, para continuar comprendiendo y reflexionando sobre la vida, su entorno, su pasado y su futuro.

Más que una computadora, creo que una mayor inversión en materiales educativos, más libros, más y mejores bibliotecas, programas educativos encaminados a fomentar la lectura, son algunos de los principales desafíos que el Ministerio de Educación deberá resolver en estos próximos cuatro años.

Como sostiene el maestro Masferrer, nos urge formar ciudadanos reflexivos, críticos, solidarios y empáticos, y esto se logra sólo a través de una lectura constante y comprensiva.

(*)  Sánchez Lihón, Danilo: lectura, conceptos y procesos, en Caminos a la Lectura, de Editorial Pax México, 1997.

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Ricardo Hernández Pereira
Ricardo Hernández Pereira
Columnista de ContraPunto
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