Manlio Argueta y Roque Dalton (I)

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El escritor Manlio Argueta describe cómo fue su último encuentro con Roque Dalton.

Vivo en una casa de familia cerca del mercado Cuartel y Esquina de la Muerte. La casa es de un grupo familiar sencillo pero de gran sensibilidad que les permite comprender que deben protegerme, pese a que solo soy un arrendatario de cuarto, comida y lavado de ropa. Es 1964 en San Salvador, estudio tercer año de Derecho.

Apenas me voy acostumbrando a salir a la calle porque hace algunos meses he regresado a El Salvador, luego de un exilio. Al único lugar que salgo, y con el debido cuidado, es a la Facultad de Derecho, Universidad Nacional.

En esos dí­as me cuido mucho porque hace unos meses habí­a sido secuestrado Roque Dalton y por las dudas, dado a la amistad y compañerismo que nos uní­a desde que comenzamos a escribir en el Cí­rculo Literario Universitario, debí­a tomar todas las precauciones. Cada noticia de muerto que aparece en los periódicos la familia Dalton acude para ver si se trata del cadáver del poeta. Era una época en que no éramos aun el paí­s más violento de América Latina y de vez en cuando aparecí­a algún cadáver desconocido.

Un dí­a, al regresar de la facultad para encerrarme en el cuartito de la casa de familia que compartí­a con Miguel Ángel Parada (varios años después será el rector de la UES), el propietario y su esposa, Alfonso Rivera y Concepción de Rivera ambos ya fallecidos, me dan un recado que me preocupa. A ellos también los veo preocupados.

Don Alfonso me dice que en mi ausencia llegó de visita un hombre extraño que hablaba con acento extranjero y que me habí­a dejado una nota escrita. Me la entrega, y la leo. Dice: “Manlio, necesito verte en el Hotel San Salvador y me decí­a el numero de la habitación, vengo de Cuba y necesito saber del poeta Dalton, no sé si te acuerdas de mí­”. Y firmaba con el nombre de Aní­bal.

El hotel San Salvador quedaba en el centro histórico de San Salvador, precisamente frente a la casa donde, aun adolescentes, se reuní­an Rubén Darí­o y Francisco Gavidia para hablar del hexámetro griego y del alejandrino francés. En el hotel estaba el Café Scandia, lugar de reunión los poetas jóvenes salvadoreños, ya en tiempos del conflicto bélico; la mayorí­a de ellos murieron (desaparecidos o mutilados por la guerra sucia) o en enfrentamientos con el ejército. El hotel fue destruido por un terremoto de 1986.

Traté de recordar el nombre de Aní­bal. Veí­a sospechoso que un cubano pudiera ingresar a El Salvador, y menos encontrar la casa de familia donde yo viví­a. Consulté con Don Alfonso y con Miguel Parada y ambos me dijeron que si era por el poeta Dalton yo debí­a asistir a la cita, aunque reconocí­an que era peligroso, pues don Alfonso vio que el visitante se comportaba de manera extraña.

Les dije que dudaba de esa persona y que habí­a no pensaba ir a la cita. Don Alfonso me dijo que si el tal Aní­bal volví­a iba a negar que yo estuviera en casa.

No pasó nada. Una semana después mientras espero el bus urbano que me lleve a la universidad, a las 6:30 a.m., hora tranquila para salir sin ningún temor a la calle, y de una lí­nea de bus provincial se bajó un joven estudiante universitario. Nos reconocemos porque ambos llevamos los códigos en la mano, en esa época se editaban en un solo tomo y cada uno se separaba con diferente color.

Me dice que se bajó al verme (me reconoce por que ya soy un poeta universitario ya con algunos premios de poesí­a), me cuenta que en el bus de Cojutepeque a San Salvador vení­a también Roque Dalton con camisa y pantalones sucios y desgarrados y con barba, pero debido a un retén policial cerca de Cárcel de Mujeres, se habí­a bajado. Le pidió una moneda porque no tení­a nada y que iba a tomar otro bus para el centro de San Salvador. No puse en duda la historia del estudiante. Claro, su sorpresa y su temor fueron grandes pues toda la universidad conocí­a daba ya por muerto al poeta, secuestrado por razones polí­ticas cuando recién regresaba de uno de sus exilios.

Por supuesto que no me guardé la noticia. Dí­as después recibí­ otra nota, esta vez firmada por Dalton, me decí­a que necesitaba verme. Se encontraba escondido en una casa de la Colonia Dolores, un residencial situado en una colina adyacente al Zoológico Nacional.

Alguien hizo contacto conmigo para guiarme con precauciones, y me encontré con él. Fue la última vez que lo vi. Me relató lo de su escape y secuestro, y que lo interrogó un tipo que decí­a llamarse Aní­bal; pero ya tení­a la protección de su familia, y que estarí­a clandestino mientras salí­a del paí­s con su grupo familiar, pues lo habí­an amenazado de muerte si no abandonaba El Salvador.

Este relato lo escribirá Dalton años después en su novela Pobrecito poeta que era yo”¦, novela que anduvo cargando por muchos años, y me la dio a leer cundo aun se titulaba Los Poetas. Ya muerto Dalton, edité esta obra en Costa Rica, como director de la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA). Aunque nunca nos vimos personalmente después de ese 1964, este reencuentro por medio de la obra literaria fueron suficientes. Después edité Poemas Clandestinos y Poesí­a Completa. Pero esto es otra historia. Así­ como la aparición de Aní­bal veinticuatro años después en Washington D.C., (1989) cuando el poeta Dalton tení­a casi catorce años de asesinado.

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Texto publicado el diciembre 2 de 2009, en la web personal del autor.

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Manlio Argueta
Manlio Argueta
Escritor, poeta, novelista. Integrante del Círculo Literario Universitario. Director de la Biblioteca Nacional de El Salvador. Colaborador de ContraPunto
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