Luto en mi alma…

Podemos impedir que la ambición desmedida y el autoritarismo megalómano actuales enluten de nuevo la patria. Pasemos de la indignación a la acción.

Antes de la guerra finalizada hace casi tres décadas y durante su desarrollo, hablar de independencia acá sonaba a burla. En general; como país. No había adonde perderse. Ni en lo político y cultural ni en lo económico y social; tampoco en lo administrativo y judicial. Cuando se firmó el Acuerdo de paz de El Salvador ‒más conocido como el Acuerdo de Chapultepec‒ habían transcurrido 170 años y cuatro meses de haberse suscrito la segunda Acta de independencia del Reino de Guatemala. Este evento, celebrándose por lo alto con fanfarria oficialista y manipulación populista además de un marcado tinte militarista, determinó lo que hasta ahora constituye el relato de un sojuzgamiento histórico de las mayorías populares en la región.

Exceptuando la nación costarricense que comenzaron a edificar de la mano de don José “Pepe” Figueres en 1948 y a pesar del deterioro que ahora la abruma, esta ha brillado con luz propia en medio del oscurantismo autoritario imperante en el resto de un impresentable vecindario: Guatemala, Honduras, Nicaragua y El Salvador. Decir triste, es poco. Lamentable, sombría, deprimente, deplorable y patética ha sido y es la realidad en estos nuestros famélicos países.

Oportunidades hubo de cambiar semejante rumbo calamitoso para sus poblaciones agraviadas, pero no cuajaron. Y, ojo, no por culpa de estas sino por la voracidad de las minorías privilegiadas del istmo. No soy historiador; tampoco atrevido para “meterme en camisa de once varas”, opinando sobre el devenir de los acontecimientos que marcaron a esas cuatro comarcas a lo largo de las primeras tres cuartas partes del cacareado “bicentenario”. Pero sí puedo decir algo sobre lo ocurrido durante el último medio siglo en mi país, relacionado con los grandes chances desperdiciados para iniciar su transformación radical y dejar atrás los males estructurales causantes de la huida de buena parte de su gente.  

Una posibilidad se presentó cuando, el 20 de febrero de 1972, triunfó José Napoleón Duarte; pero con el ejército, los poderes reales le impidieron sentarse en la silla presidencial. Antes, perseguida y expulsada, en 1969 regresó al territorio nacional casi toda la salvadoreñidad que habitaba en Honduras y en 1970 había comenzado un incipiente accionar guerrillero. Con el citado fraude electoral, la situación empeoró: la persecución de opositores políticos, la represión contra las organizaciones populares y la guerra sucia ‒léase, el accionar de los escuadrones de la muerte y los “ajusticiamientos” insurgentes de población civil‒ crecieron sin que la exclusión, la desigualdad social y la pobreza disminuyeran. Así se siguió hasta que, para cambiar el estado de cosas, cada vez más personas descartaron la vía electoral y optaron por la lucha armada.   

Entonces, después del desaprovechado golpe de Estado de 1979, se nos vino encima la guerra con todos sus males hasta que terminó para abrirle paso a una nueva perspectiva, de cara a la transformación de nuestra inaceptable realidad y la pacificación del país. Pero de su confrontación a balazos, las dirigencias de los dos bandos enfrentados pasaron a pelearse los votos. Eso sí, sin perder mucho tiempo decidieron ‒en 1993‒ no superar la tenebrosa impunidad, para protegerse, y no disminuir la vergonzosa inequidad para enriquecerse. En relación con lo primero, aprobaron la amnistía que logramos declarar inconstitucional hasta el 2016; en cuanto a lo segundo, desmontaron el Foro de Concertación Económica y Social creado para “lograr un conjunto de amplios acuerdos tendientes al desarrollo […] del país, en beneficio de todos sus habitantes”.

No obstante haber empezado tan mal la posguerra, algo se avanzó en cuanto al acceso a la información pública y la independencia judicial, con jueces que enfrentaron al Ejecutivo ‒sobre todo en tiempos de Francisco Flores y Antonio Saca‒ así como dos Salas de lo Constitucional que comenzaron a “tocar lo intocable”. Pero ahora el retroceso en esos ámbitos es evidente y pinta para peor.

Por eso asoma el luto sobre el “alma nacional” que es la patria. Esa que le cae a Roque “como una pastillita de veneno” y a la que le pregunta quién es, estando “poblada de amos”; esa que describe exactamente Escobar Velado, adonde la miseria golpea la vida de sus mayorías populares “hasta quebrar el barro más cocido del alma”, “adonde están instalados el hambre y el dolor junto a los hombres”; esa de la que hay que huir para sobrevivir…    

Pero podemos impedir que la ambición desmedida y el autoritarismo megalómano actuales enluten de nuevo la patria. Pasemos de la indignación a la acción, pues en nuestras mentes y manos está salvarla y salvarnos. Conozcamos o recordemos la sentencia pronunciada por el dominico fray Matías de Córdova, poco antes de aquel sábado 15 de septiembre de 1821: “A los cobardes, Dios los castiga con la esclavitud”.