Por Jason Stanley
NEW HAVEN – ¿Por qué compró Twitter Elon Musk? Su respuesta oficial —para defender la libertad de expresión y la democracia— es tan poco convincente que no podemos dejar la pregunta de lado. Musk apeló reiteradamente a esos ideales para justificar las decisiones importantes que tomó desde que tomó las riendas, pero eso resulta tan desconcertante que genera profundas sospechas sobre sus motivos.
Por ejemplo, Musk castigó la decisión de eliminar la cuenta del expresidente Donald Trump afirmando que «una democracia fuerte se basa en la libertad de expresión», pero cuando le quitaron la cuenta a Trump fue porque la usaba para difundir teorías conspiratorias sobre las elecciones, con un lenguaje cada vez más violento, a una vasta audiencia. Cuesta imaginar una manera más eficaz de socavar a la democracia que la de otorgar al presidente de Estados Unidos una plataforma desde la cual pueda afirmar que «le robaron» las elecciones libres y justas en las que perdió. ¿De qué manera fortalecería la democracia permitir que Trump —aún líder del Partido Republicano, y previamente líder de un país democrático— use Twitter para atacarla?
Los sistemas democráticos dependen de la aceptación generalizada de la legitimidad de sus normas. La manera más obvia de expresar esa legitimidad es votando. No es casualidad entonces que quienes procuran destruirla difundan desinformación para socavar la confianza en el sistema electoral.
Pero hay otras maneras de debilitar la legitimidad de la democracia. La democracia se basa en la equidad política y la expresión más obvia de ese principio es «un voto por persona», pero la equidad política tiene un significado más amplio: implica que todos podemos hacer oír nuestras voces. Como sostuvo el filósofo Stephen Darwall, en una democracia debemos poder decirle la verdad al poder.
Mantener la legitimidad de la democracia implica entonces proteger un espacio de información democrático: un entorno de confianza mutua donde los ciudadanos puedan confiar en la posibilidad de debatir y criticar libremente sobre la base de una realidad consensuada. Existen métodos de probada eficacia para socavar la sensación de una realidad compartida y destruir así la posibilidad de un espacio de información democrático. Brindar una plataforma a personas poderosas que difunden extravagantes teorías conspiratorias es una de ellas.
Existen muchas otras. En su libro Mercaderes de la duda, los historiadores Naomi Oreskes, de Harvard, y Erik Conway, de Caltech, mostraron cómo las tabacaleras y las industrias de combustibles fósiles financiaron investigaciones para sembrar dudas sobre el consenso científico sobre el tabaco y el cambio climático. Lograron así la parálisis política. Sembrando dudas ilegítimas para socavar la confianza del público, destruyeron la posibilidad de un espacio de información democrático donde deliberar sobre esos problemas. Aún si uno se preocupa por el cambio climático, puede oponerse a los esfuerzos para mitigarlo si cree que la verdadera agenda subyacente es un complot para someter a la humanidad a un régimen ecototalitario.
Lo único necesario para destruir la posibilidad de un espacio de información democrático para temas políticos específicos —como el cambio climático— es brindar una plataforma y legitimidad a los aspirantes a propagandistas. Pero se puede generalizar esa estrategia: atacar la posibilidad de la legitimidad democrática a secas, destruyendo la posibilidad del consenso sobre todos los temas. Para ello es necesaria una plataforma que otorgue el mismo peso a todas las voces que difunden teorías conspiratorias sobre cualquier posible problema político que afecte al público. Los operadores del Kremlin trataron de hacerlo con su canal de televisión RT y Musk está intentando implementar esa estrategia con Twitter.
Es fácil entender por qué la industria de los combustibles fósiles querría socavar posibles acciones democráticamente sancionadas para detener el cambio climático, ¿pero por qué querría el hombre más rico del mundo socavar la legitimidad de la propia democracia?
La respuesta, a esta altura, debiera ser clara: en una democracia sana, un espacio democrático y compartido de información permite que cualquiera le diga la verdad a cualquiera. Esa es la esencia de la equidad política. En una democracia sana, un periodista de clase media puede publicar revelaciones basadas en investigaciones rigurosas sobre las corporaciones multinacionales o personas espectacularmente ricas que permitan crear el consenso popular para restringir sus acciones, aumentar los impuestos que deben pagar, o hacerlas rendir cuentas. Si se destruye ese espacio de información nutriendo la difusión de las sospechas masivas ya no será posible reunir a los ciudadanos contra los poderosos de esa forma.
Para las personas poderosas, la legitimidad de la democracia es una amenaza, porque pone freno a su poder. ¿Por qué no querría eliminarla una de las personas más poderosas del mundo?
Traducción al español por Ant-Translation
Jason Stanley, profesor de Filosofía en la Universidad de Yale, escribió How Fascism Works: The Politics of Us and Them [Cómo funciona el fascismo, la política del nosotros contra ellos] (Random House, 2018).
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