miércoles, 4 diciembre 2024

La insoportable inutilidad de las criptomonedas

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Por Andrés Velasco

LONDRES – Se puede perdonar la deplorable gestión de liquidez (¿o fue fraude?) que dejó a FTX con menos de US$ 1.000 millones, cuando sus pasivos a corto plazo alcanzaban a US$ 9.000 millones. Cosas así también les han ocurrido a bancos. 

Se puede perdonar la contabilidad poco clara, los préstamos incestuosos con garantías ficticias, los US$ 8.000 millones que alguien “accidentalmente” perdió. Contratiempos de este tipo también suceden en la bratva rusa, la camorra italiana y la yakuza japonesa.

Se puede perdonar la muy alabada tecnología de bases de datos, que para muchos propósitos es más lenta, más cara y más engorrosa que formas comunes de hacer las cosas establecidas desde hace 30 años. Alguien, alguna vez, descubrirá cómo utilizar todas esas cadenas de bloques.

Se puede perdonar la retórica hiperbólica acerca de que las criptomonedas son el tónico milagroso no solo para el crecimiento económico, sino también para “disminuir las guerras y la corrupción, y para crear una mayor felicidad”. Los fanáticos de las monedas virtuales no son los únicos que dicen tonterías.

Lo que no tiene perdón es que, durante los 14 años transcurridos desde que se lanzó el bitcoin, las criptomonedas no han producido nada de valor. ¿Qué fábricas se han construido con ellas? ¿Qué nuevos bienes y servicios han aportado? ¿Qué gobierno ha recaudado fondos a través de una moneda virtual? Ciertamente no El Salvador, que adoptó el bitcoin como medio legal de pago y ahora se encuentra al borde de incumplir su deuda.

Todavía peor, la promesa central de los criptofanáticos –producir una moneda mejor– ha resultado completamente falsa.

En una entrevista reciente publicada por el Financial Times, Brian Armstrong, cofundador y CEO de la plataforma de moneda virtual Coinbase, abogó así por las criptomonedas: ellas permiten confiar en “las leyes de las matemáticas, por así decirlo, en lugar de las leyes de los hombres”. De manera que, “en vez de ‘no ser malignas’, es ‘no pueden ser malignas’. Esa es la promesa de las criptomonedas”.

Esos “hombres” a los que alude Armstrong son funcionarios de los gobiernos, emisores de las monedas tradicionales. Si esos “hombres” imprimen un exceso de moneda –para financiar un cuantioso déficit fiscal, por ejemplo– el valor de esa moneda cae, y el gobierno impone lo que resulta ser un impuesto a los tenedores de la moneda depreciada. La falta de confianza en los políticos y en el gobierno, propia de la ideología libertaria, es la fuerza motriz de la criptoesfera.

En contraste con las cuestionables monedas tradicionales, supuestamente las virtuales se rigen tan solo por las “leyes de las matemáticas”. Un algoritmo fija la cantidad de criptomoneda que se puede “excavar” y a qué valor. Mientras más unidades se producen, más caro es excavar la próxima unidad. Ningún hombre (o mujer) motivado por consideraciones políticas puede reducir el valor de una moneda virtual. El rigor matemático nos salva de los gobiernos malignos.

Suena bien, ¿verdad? Si solo fuera cierto.

Existen dos razones por las cuales los ciudadanos del mundo (no solo de Estados Unidos y la Unión Europea) desean llevar en sus bolsillos monedas como el dólar o el euro. La primera fue identificada por John Maynard Keyes, quien en su Teoría General afirma que “el hecho de que los contratos sean fijos, y los salarios, por lo general, más bien estables en términos de dinero, indudablemente desempeña un papel importante en permitir que el dinero goce de una cuantiosa prima de liquidez”. Guillermo Calvo, de la Universidad de Columbia, denomina esto la “teoría del dinero basada en los precios”.

Si mi remuneración mensual se denomina en dólares, al igual que los precios del supermercado, sé bastante bien cuántos kilos de arroz o botellas de cerveza podré adquirir con mis dólares. Por lo tanto, estoy feliz de ser tenedor de dólares, en primer lugar para realizar transacciones, pero también para almacenar riqueza. En esto, el dinero virtual se queda corto: no hay precios de supermercado denominados en bitcoin o similares, y nadie (excepto unos pocos fanáticos de Silicon Valley) recibe su sueldo en moneda virtual.

La segunda razón por la cual un residente de Estados Unidos está satisfecho siendo tenedor de dólares (o un residente de la eurozona siendo tenedor de euros), es que el gobierno fija un precio mínimo para esa moneda al permitir que los impuestos se paguen con ella. Es decir, el valor de un dólar en los mercados financieros nunca puede ser menos que el valor al cual el gobierno estadounidense canjeará ese dólar cuando uno pague sus impuestos el 15 de abril de cada año.

En esto, el dinero virtual también se queda corto. Esos “hombres” malignos del gobierno no están disponibles para garantizar un precio mínimo para las criptomonedas. Su valor proviene solo de la expectativa de que otras personas quieran aceptar cripto. Si lo hacen, yo también quiero hacerlo. Si no, me desharé de la que tenga a la mayor velocidad posible. Esto es lo que sucedió el verano pasado con la moneda virtual Luna, que se desplomó y desapareció en cuestión de días. Lo mismo puede pasar con cualquier otra variedad de cripto, en cualquier momento.

El primer economista que comprendió este dilema fue Frank Hahn. En 1965, explicó que los activos financieros sin valor intrínseco, como las criptomonedas, son diferentes a cualquier otro bien. Si el precio de una baguette es cero, su demanda será enorme, porque todos querrán consumir un pan que es gratis. En contraste, si el precio de un activo como el bitcoin es cero, su demanda también será cero, porque no se lo puede consumir, ni usar para fabricar anillos o reparar la dentadura, y tampoco para pagar impuestos.

Es decir, la pretensión de que el valor de las monedas virtuales está desvinculado de los caprichos de los “hombres” resulta ser una patraña. En realidad, las criptomonedas dependen totalmente del capricho humano, y de la peor manera posible: su única fuente de demanda son las expectativas autocumplidas (a las que gentilmente se denomina “sentimientos de mercado”). Lo que el gran economista del MIT, Charles Kindleberger, denominó “manías, pánicos, y colapsos” no son la excepción, sino la norma cuando se trata de las criptomonedas.

Los tecnócratas de terno oscuro que administran instituciones como la Reserva Federal de Estados Unidos, el Banco de Inglaterra, o el Banco Central Europeo, son responsables, en un año muy malo como 2022, de la pérdida de un poco más del 10% del poder adquisitivo de sus monedas. Por contraste, esta es la tasa de depreciación que las criptomonedas suelen experimentar en un día o, en el caso del desplome reciente, en materia de minutos.

Esta no es una contienda entre los “hombres” y las “matemáticas”, sino entre los “hombres” de terno oscuro y los “hombres” que llevan camisetas demasiado holgadas y pantalones cortos repletos de bolsillos. En esta contienda, los de terno siempre resultan ganadores.

Gracias a FTX, puede que el mundo se haya dado cuenta de la triste realidad de que las monedas virtuales son una mentira, envuelta en la exageración, que flota en un océano de tecnocharlatanería. ¿Habrá alguien que haga algo al respecto?

Traducción de Ana María Velasco

Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y ex Ministro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science. 

Copyright: Project Syndicate, 2022.
www.project-syndicate.org

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Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y ex Ministro de Hacienda de Chile, es Decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science. Analista internacional de ContraPunto
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