Texto de Grego Pineda / Foto de portada Nicolás Shi
Ser salvadoreño no es fácil. Ni aquí ni allá. Aquí porque la estructura social limita sus posibilidades de crecimiento y desarrollo: llevan la vida a cuestas. Es cierto que los salvadoreños son constantes como la danza del mar y se embelesan con el espejismo de sus lagos. Aman su tierra, pero no los ata cuando deben buscar el sustento o protección de sus seres queridos.
En cuanto a los salvadoreños que viven en los Estados Unidos de América, hay que tener presente que cada comunidad salvadoreña está determinada por el Estado en que se desarrolla y congrega. Su diversidad y manera de vivir está influenciada por el clima, la composición étnica de la población, la legislación estatal y los vínculos que se hayan cultivado. Esto al margen de las leyes federales.
Los salvadoreños, germinados y desarrollados en la cultura del maíz, tienen la nobleza de ese grano de vida. Y llevan en sus almas el magma de sus volcanes, cuya quietud centenaria los dota de paciencia, pero también de un fuego latente que no los deja perecer y muchas veces su destino está marcado por repentinas ebulliciones y erupciones que a nivel personal los hace superar cualquier desafío de vida.
Los salvadoreños de allá, salen adelante no obstante la barrera idiomática. Se mimetizan con la sociedad americana por su capacidad de magma que caliente fluye y avanza, pero fría se consolida y afianza. Luchan por sobrevivir optimizando la mínima oportunidad y su bravío carácter, legado de Atlacatl y de Anastasio Aquino, los salva del fracaso y sumisión humillante.
La comunidad salvadoreña se sabe conquistadora en las tierras del tío Sam, que, aunque no terminan de aceptar, igual le dicen tío o «uncle» si es necesario. Internalizan que no darán un paso atrás en su avance. Cada día queman las barcas, como Hernán Cortés en su hora decisiva, para no retornar a su patria sin los tesoros de su sacrificio.
El salvadoreño se inmola en el amor a su familia. Y su entrega es digna de la escena salomónica donde la madre prefirió perder a su hijo antes que verlo morir. Así es el amor del salvadoreño: prefiere que su familia viva y bien, aunque él sea cercenado de su convivencia. Aunque lo escrito parece dramático, lo cierto es que es una historia contada por muchos a lo largo y ancho de la Unión Americana.
Los de aquí, El Salvador, deben vivir bien, porque se les ama y porque para ellos se trabaja. Puede más el amor y compromiso que la añoranza. Por eso dije que no es fácil ser salvadoreño. Y el cenit de esta tragedia griega es cuando los de aquí bautizan a los de allá como «hermanos lejanos». Esto denota insensibilidad y crueldad porque nunca un salvadoreño se ha sentido más salvadoreño como el que vive lejos de su patria.
El salvadoreño de allá se protege del crudo invierto y del inclemente sol en verano con la voz cálida de sus seres queridos que, semana a semana cual cadena en sus eslabones, mantienen la ilusión de familia. Vive en Facebook el crecimiento de sus hijos, el amor de su esposa y recibe la bendición de su madre con intermedio de sus hermanos que manipulan el smartphone. En días de extenuado trabajo se refugia en sus recuerdos.
Los de aquí, mucho harían si dejan de llamar a los de allá como “hermanos lejanos”. Son padres, madres, hijos, hijas, hermanas y ciudadanas o ciudadanos salvadoreños que no solo se sienten cercanos de la República de El Salvador, sino que, sin esa idea de cercanía, su vida en un país ajeno, con idioma apenas comprensible y cuya cultura les es ajena, sería simple y llanamente miserable.
¡Nunca más hermano lejano!, los de aquí deberían decir, sin más, mi hermano, mi padre, mi esposo o mi hijo que vive en Estados Unidos. Los de allá trabajan duro, respetan las leyes, comprenden su situación migratoria, son honrados a carta cabal porque saben que no pueden ni deben fallar ni poner en peligro su lugar en estas tierras del norte de américa. Muchas veces no se sienten parte de esa sociedad y para colmo se les aleja de la de aquí.
Por eso celebro a la «Revista bilingüe Oportunidad & Cultura» (https://www.oportunidadycultura.com/talents.html), porque es un puente que habla en dos idiomas, en la del amor por los que viven aquí y en la de necesidad y dinero por los que viven allá. Pero es un puente sólido y necesario para intercambiar experiencias culturales y oportunidades de crecimiento mutuo. Y es que, los de aquí y los de allá, comparten un mismo Destino y Cultura: Ser salvadoreños.
Gracias al destacado pintor salvadoreño-estadounidense residente en Washington DC, Nicolás Shi por autorizar la publicación de la imagen de su pintura «No me olvides». Y a Frank Canales por autorizar publicar este artículo.
(*) Grego Pineda es Magister en Literatura, Abogado y Notario. Washington DC.
(**) La foto de portada es una de las pinturas de Nicolas Shi, nombrada “No me olvides”.