Siempre nos ha gustado la lucha libre. Ahora en el ring de nuestra política se enfrenta “El fiscal justiciero" (luchador técnico) contra los villanos “El gordo Saca” y “El tramposo Funes”. Si triunfa El fiscal justiciero, todas las llagas que arrastra nuestra sociedad desde hace décadas quedarán limpias y curadas gracias al héroe.
Ironías aparte, esta visión popular e ingenua de los problemas que nos aquejan es la que asume como representación del mundo el periodismo más lúcido que hay ahora en El Salvador. Y lo malo de este asunto es que los intelectuales lúcidos de nuestro país han terminado por anclar su reflexión en esta agenda miope.
Evidentemente hay que darle a la política turbia de nuestro país lo que corresponde a la política turbia de nuestro país, es decir que, por mucho que se pretenda estudiarla como un fenómeno complejo, detrás de la corrupción política siempre habrá responsabilidades individuales y partidistas. Pero dicho esto ““como preámbulo aclaratorio para que no se me acuse de querer exonerar a nadie del castigo judicial correspondiente por los posibles delitos que haya podido cometer”“, ya va siendo hora de que planteemos el problema de la corrupción en sus justos términos, en la escala de la verdadera importancia que tiene dentro de los problemas que aquejan a nuestro país.
Una cosa es cómo se representan mediáticamente los problemas cruciales y estratégicos de una sociedad y otra cosa es asignarles, al cabo de una investigación sistemática y consensuada, un peso objetivo en una escala de impactos y de prioridades. Quienes han hecho de la lucha contra la corrupción política su principal bandera suelen soslayar el hecho de que esta se haya relacionada con la corrupción empresarial. Pero su miopía no solo llega hasta el punto de excluir la otra cara del problema, también sobredimensionan el problema de la corrupción política hasta el punto de que a esta se le concede mayor importancia que a la evasión fiscal. Casi nadie habla de los grandes evasores de impuestos en un país como el nuestro que atraviesa una grave emergencia pública.
Hay otra cara del problema que los lúcidos abanderados de la lucha contra la corrupción son incapaces de ver. Detrás de la lucha contra la corrupción política se detectan los principios filosóficos de una agenda de alcance regional en Latinoamérica. Y con esta agenda entramos al fenómeno de una judialización de la política cuya tramoya puede albergar un juego de poder de alcance latinoamericano. Esta hipótesis no puede despreciarse y hay que tenerla en cuenta para que las demandas de justicia no sean instrumentalizadas por terceros.
Hay otra cara del problema que los lúcidos abanderados mediáticos de la lucha contra la corrupción son incapaces de ver. Ya se sabe que los pecados son más noticiables que la virtud, pero la representación periodística de la política como la gran culpable y como símbolo único de la podredumbre (mientras se silencian sus aspectos positivos y necesarios) no ayuda precisamente a generar el entusiasmo ciudadano que hace falta para construir nuevas formas de pensamiento político y acción cívica que nos permitan salir del atolladero en el que ahora estamos. El desencanto colectivo puede conducir a un desinterés por la vida pública que le resulta rentable a ese neoliberalismo que no solo busca recortar el peso del Estado sino que también busca vaciar de fuerza y sentido a la voluntad popular democrática en la medida en que esta pueda ser un estorbo para la racionalidad económica que imponen unos mercados y unas elites que, a pesar de sus grandes tropelías, nunca pierden el optimismo.