Por Hans Alejandro Herrera Núñez
Y la violencia llegó a Lima. En el primer día un edificio quemado. Miles de manifestantes de las provincias del sur llegaron a la capital de Perú. Entretanto en las provincias se reportó al menos una muerte en protestas. Las narrativas de odio entre izquierdas y derechas hacen prever que este verano será caliente.
LAS INVASIONES BÁRBARAS
Tuve la mala suerte de tener un cliente por el centro el día de la marcha. La expectativa era grande desde el día anterior. Muchos negocios, sobre todo en el recóndito Miraflores cerraron temprano y escasearon los ómnibuses. En los parques del centro hombres orinando. En los portales de la plaza San Martín charcos de orina. Miles se congregaban en la plaza. Brigadas de paramédicos, federaciones de estudiantes, sindicatos, colectivos anarco feministas y demás tribus urbanas. Por mi lado veo pasar a una mujer de mediana edad llevada en camilla. La premisa de parte de un grupo de entre los más jóvenes era evidente. Entre quejas justas y reivindicaciones honestas de los manifestantes de provincia (reconocibles por sus sombreros y ropas de pueblo), resaltaba la queja de los perdedores. Aquí hay que ser honestos y claros. Entre esos perdedores urbanos, compuesto por náufragos de una economía en la que nunca pudieron o quisieron integrarse (no son pocos los hijos de la clase media), se fermentaba no el resentimiento de los indios de la sierra que habían llegado, sino la envidia y la destrucción. Esa minoría y algunos extremistas venidos de la provincia son los que hicieron la noche a la policía.
Antes que nada debo reconocer que en mi juventud he participado de marchas, y algo que nunca me pude explicar y que es patente hoy, es el odio a la policía de parte de esta casta de protestantes clásicos. Un odio a la autoridad, o mejor dicho al obrero de la autoridad.
Habiendo estudiado en un colegio estatal, un colegio de cholos, dónde la mitad de mi clase de promoción, el 5to C, tenían apellidos quechua como Yucra, Corilla, Mamani, Huaman, Lloclla, Quelap, Chipana, etcétera; puedo decir que para los desesperanzados que éramos, ser policía era una alternativa de vida. Ser policía ofrece a un cholo en Perú una cobertura en un sistema de salud, acceso a las pensiones y un salario por encima del mínimo vital. En resumen, ser policía para alguien salido de Mateo Pumacahua o del rico Tupac, ofrece seguridad social. A cambio te juegas la vida en zonas de emergencia y en protestas en Lima dónde te puede caer un ladrillo en la cabeza. En Perú la mayoría de muertos de estas manifestaciones son manifestantes, pero también murió quemado vivo un policía. También era de origen indio, sus dos apellidos eran Quechuas. Ser policía, cuando eres pobre no es una opción. Y los abrazos de respaldo moral de la burguesía limeña tienen sabor a hipocresía antes que de respeto. Obviamente un policía jamás podrá acceder a casarse con una burguesa que en estos días se toman selfie con ellos, ni será invitado a un Club. Tampoco tendrá amigos burgueses que lo inviten a cenar en Navidad. Un policía solo es un obrero del poder. Por tanto el odio que una minoría que frecuenta las marchas y ahora pulula por Lima enmascarando sus propios resentimientos, es la mayor manifestación de racismo. Hay algo en el subconsciente peruano que emerge. Un sentimiento como trapo sucio. La cultura del odio al policía es global , siempre minoritaria. Pero en Perú, la cuestión racial y de educación, esto deja claro otras miasmas. Así como la clase alta desprecia a ese presidente con sombrero, entre las clases medias que se movilizan del lado de la izquierda hay un odio al cholo con revólver. Esto es más profundo y terrible. O acaso es que solo hablo desde mi vereda del resentimiento. En Perú hasta los socios del Club Nacional son resentidos.
En redes sociales veo que personas inteligentes que estimo comparten canciones que insultan a la policía, y la ponen como soundtrack para el día de la marcha. Una canción emblemática es “Sucio policía”. Otras personas igual de inteligentes y empáticas pareciera que suspenden su juicio y empatía al solo ver a los uniformados.
Menciono está observación caprichosa porque se profundiza en Perú una visión de bandos en una batalla semejante a lo ocurrido en 2019 en Chile y dónde cientos perdieron un ojo sino es que los dos, literalmente, por los choques entre manifestantes y carabineros (más huasos que cholos, mestizos en un país más blanco como Chile).
LOS 90s VIVEN
Todo arrancó con un autogolpe fallido que era calco y copia del 5 de abril de 1992.
Desde el día anterior a la convocatoria de la Marcha de los 4 Suyos (un remake de la marcha con el mismo nombre en el año 2000 que propició la posterior caída de la dictadura de Alberto Fujimori), las universidades empezaron a dar alojamiento a los manifestantes venidos de provincia. La universidad pública de San Marcos fue tomada por los estudiantes sin la anuencia de la rectora, mientras que otra universidad pública, la Universidad de Ingeniería, prestó sus instalaciones por orden del mismo rector. Estás actitudes demuestran que tan dividido está el Perú.
El día de la marcha, 19 de enero, se desarrolló la marcha en Lima de forma agresiva. Grupos de manifestantes golpeaban con látigos, que se vendían en la plaza San Martin delante de los policías, a los mismos policías. Cabe resaltar que la mayoría de manifestantes son limeños, y solo una minoría son los provenientes del Sur. Desde temprano los enfrentamientos han encendido la pradera de cemento de Lima. Sea lanzando arena a las columnas de policía, arrojando ladrillos, despingando los adoquines para usarlos de munición. La violencia ya se respiraba desde temprano. Esta no es una marcha pacífica para una minoría que ha acaparado la atención.
En la marcha se podía ver personas, una de cada treinta llevando palos en la mano. Palos, no astas de banderas, palos. El número de encapuchados era igual de proporcional. En su mayoría jóvenes y hombres.
Y para más desgracias un incendio en el Centro de Lima. En la plaza San Martín, un edificio de exactamente cien años se incendiaba desde la azotea hasta los cimientos. Recuerda mucho al incendio provocado en la Marcha de los cuatro suyos del 2000. Es como si en Perú se repitieran las cosas o se imitaran en un espejo negro. El incendio fue todo un espectáculo. Al menos seis unidades de bomberos acudieron a apagarlo. Desde el Club Nacional se podía contemplar ese tapiz rojo de fondo al monumento del libertador don José de San Martín.
Lima tiene algo de La Habana. Una belleza vieja que se descascara. Ver sucumbir un pedazo de belleza, como fue ese legado, de los pocos que ofreció la República aristocrática (la actual república liberal es más bien mezquina y no tiene gusto), genera aún más dramatismo a los sucesos. Nada hay más triste que la muerte de una mujer joven , salvo quizá el incendio de un edificio hermoso. Desde la esquina de Colmena se puede ver a Lima lastimada mientras los ambulantes no dejan de vender sus trastes a solo metros del siniestro o con una nube de plomo y gas lacrimógeno envolviéndolos. Lima podría estarse quemando y el ambulante seguiría vendiendo mientras haya un potencial comprador. El hambre siempre puede más. Me compro un cigarro y contemplo la realidad de este país que me han prestado. Da a la vez coraje y resignación. Y no sé cuál es peor.
UN PASEO POR LIMA
Mientras los manifestantes vuelven a aparecer de un jirón a otro, ya no me sorprende ver qué los ambulantes siempre los acompañen. Se siente el picor en ojos y garganta de las bombas lacrimógenas, y al lado puedo ver a una persona comiendo en un plato descartable alguno de esos potajes peruanos tan famosos en el mundo, pero en versión low cost, versión ambulante y sin registro sanitario. No exagero, a mi lado, entre una nube de gas, un hombre comía arroz con pollo sin ningún asco. La gran contradicción culinaria del Perú es la coexistencia del buen y el mal gusto del cholo. Pero puedo entenderlo, porque si hay hambre, no hay asco ni miedo al peligro.
Otro aspecto a resaltar son los que han emergido por las redes sociales, en especial los que hacen envivo. En tiktok una mujer se para junto a la policía y los acusa de disparar a los manifestantes, mientras un policía harto de sus acusaciones, le increpa “ser conchuda” y no enfocar con su cámara a los manifestantes que desde su espalda tiran piedras a la columna de policías. La ceguera del sesgo se ha vuelto religión en la calle.
En otro momento los manifestantes se ponen a bloquear las pistas, para hacer pasar al resto de una columna que se reagrupa. En su paso alguien pone el cuerpo para detener a una 4×4, y se comienzan a intercambiar palabras. En pocos segundos un grupo casi parece amenazar con voltear a la camioneta pero esta retrocede cauta. Estos no son de provincias. Son de Lima y jóvenes. Puedo entender que su intención es llamar la atención pero también huelo sus ganas de algo más.
Tanto aroma de lacrimógenas en la hora del lonche amerita tomar el café en San Isidro. Por el parque del Olivar todo tranquilo. Pero muy pocos negocios abiertos. Lejos de las protestas se respira intranquilidad. Pocos coches, pocas personas. Es jueves y parece lunes en la madrugada. Un café americano después bajé a Miraflores. Y allí la protesta. Si no vas a la protesta, la protesta va a ti.
Cientos de policías militarizados, cientos de protestantes. En el burgués Miraflores se respira algo nuevo: el olor a lacrimógenas. Esto no había sucedido desde las década de 1970. No ha habido pedradas, solo gas y gente corriendo. Y en medio todos los negocios cerrados en el distrito nocturno por excelencia. Los que llegan a Miraflores a protestar son jóvenes en su mayoría. Muy seguramente con estudios superiores. No se parecen en nada a los indios de las alturas a las justas con secundaria completa que se quedaron siendo gaseados en el centro.
Protestar en Miraflores te asegura algo: el respeto a tus derechos humanos.
Tal vez la mayor amenaza para el bárbaro derechista que pide mano dura, no sea el bárbaro indio de la puna sino el resentido limeño que tenemos incubando hace tiempo. Y eso no es moco de pavo.
Una última observación. Con todo e incendios, gas lacrimógeno, piedras y palos volando, la gente sigue trabajando. Además de los ambulantes que nunca renunciaron a su pedacito del morro de Arica en qué defender su sustento, hubo y hay varios rappi (freeters motorizados que llevan encomiendas en mochilas cúbicas). Me sorprendió verlos esquivar patrullas, disparos y manifestantes, todo por llevar su entrega sea una medicina o una hamburguesa. Su afán de sobrevivir de estos Alfonso Ugarte de la nueva clase trabajadora que se autoexplotan sin ningún tipo de derecho social, es digna de ser reconocida. Ellos también necesitan derecho, muchos necesitan acceso a pensiones, salud y derechos laborales en un marco laboral que favorece la autoexplotación desregularizada. Pero ellos no pueden parar así se queme el país. En ellos hay esperanza. Que cuando el cambio llegue no se olviden de ellos, los héroes del trabajo autoexplotado.