Siempre había creído estar curado contra el asombro. Después de tantas idas y venidas, peripecias y aventuras, uno acaba creyendo que ya nada te sorprenderá en la vida y que si no lo has visto todo, al menos ya habrás visto casi todo. Menuda ingenuidad la mía, que ignora las vueltas que da la vida.
En estos primeros días del nuevo año 2021, los hondureños hemos tenido razones suficientes para la sorpresa y el asombro. Desde finales del año anterior y en medio de la algarabía irresponsable de las fiestas navideñas en tiempos de pandemia, las redes sociales comenzaron a divulgar información sensible sobre los entresijos de los juicios que se llevan a cabo en el ya célebre Distrito sur de Nueva York contra los cabecillas hondureños del narcotráfico.
Muchos dirán que eso no es nada nuevo, que ya lo sabíamos y que no tiene mayor importancia. Se equivocan. Es cierto que muchas cosas ya son del conocimiento público y se ventilan con detalles en las tertulias de los amigos o en la intimidad de las alcobas. Pero todavía quedan muchas otras que esconden nombres y secretos, acciones y desmanes. Y ahí, como dicen, en los detalles se esconde el diablo.
Lo novedoso de las nuevas revelaciones filtradas desde los pasillos judiciales de Nueva York no solo es su carácter oficial sino también la magnitud y dimensión de su significado. Fiscales del Estado, es decir operadores del sistema judicial norteamericano, han presentado documentos oficiales que involucran a nuestro inquilino de Casa Presidencial en acciones delictivas dentro de la trama siniestra del crimen organizado en general y del tráfico de estupefacientes en particular. Nada menos.
Las denuncias y su repetición constante en los diferentes medios de comunicación internacional deberían merecer una respuesta convincente y documentada por parte del gobierno de turno. Si aquí funcionaran como debería ser las instituciones del Estado, ya se habría conformado por lo menos una comisión investigadora independiente y creíble, con personas respetables que generen confianza y credibilidad entre la población, para analizar el asunto y establecer la verdad de los hechos. O, de otra manera, el Congreso Nacional habría iniciado un juicio político para indagar sobre la conducta del mencionado y establecer su grado de responsabilidad en los hechos.
Revisando estos acontecimientos, viene a mi mente el recuerdo de aquel lejano abril de 1975 cuando una noticia aparecida en el Wall Street Journal sacudió la modorra habitual de muchos compatriotas y puso al desnudo la trama del soborno bananero que muy pronto la prensa local e internacional bautizó como “bananagate”. El gobierno de entonces, acorralado contra las cuerdas, no tuvo más salida que la de nombrar una Comisión de notables, representantes de distintos sectores de la sociedad (Universidad, Iglesia católica, empresa privada, sindicatos y entidades oficiales como la Corte Suprema de Justicia, la Procuraduría General y las Fuerzas Armadas) para investigar la denuncia y establecer su falsedad o veracidad. Los Comisionados hicieron su trabajo y presentaron ante la opinión pública un informe detallado de sus pesquisas dentro y fuera del territorio nacional. Las consecuencias de aquella investigación ya son conocidas por la ciudadanía: el gobierno de entonces fue sustituido por otro, siempre de carácter militar, más agresivo y conservador que el anterior. Los tribunales de justicia hicieron lo de siempre y los culpables quedaron sin el castigo merecido. Pero, bien, eso ya es otra historia.
Si hubiera una pizca siquiera del pundonor requerido y del sentido del honor individual, los personajes mencionados en los tribunales de Nueva York hace mucho que deberían haber pedido una investigación independiente sobre esos casos o, en su defecto y valiéndose del poder omnímodo que algunos tienen, nombrar por si mismos una Comisión investigadora con los mismos poderes y facultades que tuvo la Comisión que investigó la trama del soborno bananero de 1975. Pero, dirán algunos, pedir eso equivale a soñar con utopías. Es posible, pero, a veces, hay que soñar para digerir el asombro. Así de simple.