En un pueblo lejano y olvidado, se hablaba de históricas hazañas ocurridas en la noche del tiempo que ahora a nadie importan. Cada nueva autoridad pueblerina para demostrar su poder político cambiaba tal o cual cosa de la única plaza pública y convocaba a la población para la nueva inauguración.
Tantas veces le han cambiado nombre como alcaldes han existido: desde nombres rimbombantes copiados de monumentos europeos hasta nombres autóctonos que tales autoridades pronuncian mal y que escriben peor. Además, no conocen el significado del nombre que asignan pero que algún poeta municipal les ha recomendado y justificado. En honor a la verdad, dicho nombre sólo para ese empelado intelectual significa algo, puesto que él vive de significados, de metáforas, de ideas, de figuras poéticas, en fin, de todo aquello que satisface a un alma entregada a la literatura, pero que, por eso mismo, por vivir de esa manera, su mujer e hijos lo habían abandonado hacía más de un año.
En la demanda de divorcio, la esposa había argumentado que el poeta tenía en abandono grave sus obligaciones conyugales, y que, si bien le daba dinero para satisfacer los gastos de alimentación de los hijos procreados en el matrimonio, también era cierto que a ella cada noche sólo le recitaba sus poemas o poemas de grandes y célebres poetas que habían terminado solos o suicidándose.
Para reforzar la veracidad de su decir, la señora del poeta había declarado, bajo juramento, que conocía a la perfección el poema Nocturno a Rosario del poeta mexicano Manuel Acuña. Y acusaba al poeta-marido que siendo ella analfabeta, se lo había aprendido de tanto escucharlo toda noche en que ella le insinuaba hacer el amor. Para su marido era imprescindible mostrarle el amor a través de la poesía, pero ella no entendía de eso, sino de lo otro que no necesitaba letras, sino manoseos y jadeos. De eso sabía ella, de poesía no.
El juez de la causa, que había notado la frescura silvestre de la demandante y la armonía con que se le movían los sentimientos en sus redondeados pechos, había accedido con celeridad a las pretensiones de la ciudadana que acudió a buscar justicia. Justicia que el Juez estaba dispuesto a proporcionarle diligentemente para después, y a cambio, ella le explicaría explícita y claramente cómo hubiera querido que el poeta le hiciera el amor.
El juez era muy celoso en su labor de impartir justicia y su afán de acostarse con la ignorante esposa del poeta era sólo para resarcir daños y perjuicios por las veces que ella necesitaba marido y que éste se dedicaba a escribir o decir poesía. ¡Todo era por la justicia!
Este pasaje de la justicia pueblerina lo escribo porque parece incierto. La realidad es igual, pero sin el poeta. En ese pueblo a los poetas, cuando son muy buenos, los ejecutan o desaparecen.
(*) El autor es escritor salvadoreño-estadounidense, Magister en Literatura.