Por Gabriel Otero.
CHELITO
Al chelito, mi amigo, lo conocí cuando él tenía cinco años y yo cuatro, dice mi padre que se asomaba, furtivo, entre el muro de crotos limítrofe entre su casa y la mía, era un niño muy blanco de pelo amarillo que cuando lo vi me cayó bien y desde entonces llegaba a diario a las cuatro de la tarde a pedirle a mi madre una taza de café y pan francés con mermelada de fresa.
Teníamos la costumbre familiar de reunirnos en la mesa a esa hora, tomábamos café Listo con pan dulce, que le comprábamos al panadero que a diario venía haciendo equilibrio con un canasto gigante en la cabeza, lo extraordinario es que lo iba cargando y al mismo tiempo manejaba su bicicleta.
Esa ceremonia no plasmada en ningún código, más que el de la rutina, la repetimos durante años, y el chelito se quedaba a verme hacer las tareas porque decía le aburría el colegio y que él algún día sería futbolista profesional del Águila de San Miguel. Luego salíamos a jugar fútbol en la acera, la portería se marcaba entre uno de los pinos frente a mi casa y el muro de grama del jardín frontal, al principio solíamos jugar él y yo con una pelota de plástico, que se elevaba con el viento, a los meses se incorporaron otros dos vecinos.
Nada nos preocupaba, el chelito, una tarde llegó con el brazo derecho enyesado, me contó que un niño de tercero, en el colegio, lo había empujado desde lo alto del tobogán de tres metros, ese que estaba en el Jardín Guirola del Liceo justo al oriente, cerca de la puerta de malla ciclónica. La altura era lo suficiente para fracturarse el radio en cuatro partes, indignado, fui el primero en estampar mis garabatos en un intento de caligrafía Palmer y escribirle: “Quien te empujó tiene dañado el cerebro, tu mejor amigo. Yo.”
Varias veces intervine para defenderlo, una de estas fue cuando en las canchas de básquetbol lo andaban persiguiendo tres niños para aplicarle un correctivo porque se había burlado de uno de ellos, tomé mi mochila y le pegué con todas mis fuerzas al más alto hasta tumbarlo, ahí aprovechamos para escapar de la jauría, y es que el chelito tenía esa gracia particular para meterse en problemas.
Nos hicimos inseparables, crecimos y alcanzamos la temprana adolescencia, llegaron las primeras fiestas y con ellas las primeras novias, las de manita sudada y beso de piquito, traspasar la frontera del tacto era casi proponerles matrimonio.
Al tiempo empezaron a suceder cosas extrañas, aparecían cadáveres en las calles, asesinaban curas, entre ellos, al padre Alfonso Navarro, del que ambos habíamos sido acólitos en la misa dominical, los estudiantes a diario se manifestaban, y el ambiente se percibía cada vez más peligroso, y mandaron al chelito lejos, a Massachussets, a una ciudad minúscula con el nombre parecido al de la marca de cigarrillos: Marlborough.
Nos escribíamos con alguna frecuencia, sus cartas eran descriptivas y abundaban en detalles, le encantaba la soledad y ver pasar las luces de los aviones que parecían estrellas fugaces, contaba que la vida ahí era muy aburrida, aprendió a hablar inglés en clases interminables con Mrs. Lambert en la secundaria pública junto a dos vietnamitas y dos hondureños.
En la escuela se enamoró de Allison, una vecina ojiazul mayor que él a la que estuvo a punto de pedirle fuese su bride en lugar de girlfriend, ignorando el formalismo que la palabra implicaba y el ridículo que hubiera hecho.
El chelito odiaba el invierno, contaba que para conocer la nieve se le ocurrió salir a caminar durante un blizzard creyendo que era una nevada normal, no se congeló de milagro, lo salvó el haberse refugiado en un cobertizo a medio kilómetro de donde se alojaba.
Era muy entretenido leerlo, pero yo extrañaba a mi amigo, y en nuestro país se vivían hechos terribles, ahí tuve la certeza que cada día se reducían las probabilidades para que el chelito regresara.
Así sucedió, lo pude visitar en otro país a la primera oportunidad que tuve.