Sentado en la media noche de mi cama, frigio; con un par de calcetines tan gastados que si un vagabundo los ve se pega un tiro. Repentinamente arremetió contra mis orejas uno de aquellos folclóricos zancudos que sin mediar palabras picoteaban precoces mis tímpanos raídos; disfrutaban lo suficiente su trabajo como para aceptar morir rechonchos de sangre al estrellarse gloriosamente entre un aplauso o la pared. Venga”¦, el round no nace aún.
Acababa de mirar el óleo del circundante reflejo cotidiano: Despedido. Sí que sí, despedido hasta tu jodida madre. De hecho, conservaba $ 2.00 del último cheque pero con eso no iba a mantener ni siquiera a una lora, y sabía que estaba más perdido que aquel docente mío de la universidad. Aunque no dejaba de vacilar en el sindicato; el sindicato, sindicato bla bla. Rebobinaba al día en que llegué a la empresa, y se acercó el jefe con aire de pedo fino. Llevaba la corbata más reluciente que había visto ese día. Era casi automático el asunto comparativo; un jefe y un peón, un peón sin corbata, y un jefe estrambótico.
“”Antes que nada déjeme decirle que se mantenga lejos del sindicato””. Dijo.
A los ocho días ya era miembro del sindicato.
No era gran cosa, sólo me hacía el suizo y fingía que tenía el poder cuando el poder estaba lejos”¦, tan lejos como debía estar yo del sindicato. El sindicato siempre andaba husmeando y preguntando, corroborando hasta con los pasos para darle golpe de estado a las jefaturas, y ronroneaba tácitamente un contrato colectivo. Al parecer la última junta directiva nos vendió por unos cuantos dólares, a mí no me molesta. Creo que si yo hubiera estado en aquellas reuniones, sin lugar a dudas, habría obtenido un provecho mayor: El país estaba vendido, rentado a los angelitos azules, rojiverdes, mecánicos. Y todos éramos un peldaño en el engranaje freudiano; así que por respeto a los otros esclavos, yo sí, sin miedo a equivocarme, los hubiera vendido al mejor postor y a un precio mucho más decente. En aquel entonces el poder seguía caminando por los pasillos, aplastando el polvo con otros zapatos. Llegaban jefes, jefes se largaban pero el poder seguía encasquetado en la cumbre como una prostituta que le paga al proxeneta con la misma mercancía.
“”Tranquila nena””. Diría el cliente. [Aunque éste no era el caso].
En ese momento tuve unas ganas locas de masturbarme, oh sí que sí, hubiera querido chamuscarme los dedos, y los cayos. Arder como una flama ciega en un vaso ahogado, arder como un fósforo que se prende instantáneamente para luego morir gozoso, enjuto, marchito. Iba a hacerlo hasta que vi los únicos dólares que quedaban del cheque, estaban planchaditos en el rincón de la cama. Esos billetes me infringieron una aniquilación superior, casi como un bólido. Luego supe que no debía echarme una paja. Era un mal hábito. Después de todo, un polvo imaginario no representa nada real en el flujo normal de las cosas. El ritmo de los acontecimientos seguiría concatenado aún sin el antiguo gravamen. De hecho, no afecta en nada que admita lo efectivo de la crisis, y la no pertenencia a nadie para impedir ingratamente un polvete transparente. Entonces uno piensa en hacerse rico, vender avon, ropa americana, flautas holandesas, pasteles con licor, frijoles a verga, irse a gringolandia y encontrarse a una viuda negra. Si uno hiciera todo lo que piensa ni siquiera tendría que agacharse para amarrar los acetatos. Entonces sonó el phone, fue una reprimenda involuntaria que venía de alguna parte diciendo: “hey imbécil, ya es media noche”. El aparatito traidor seguía haciendo fiesta desde alguna parte de la cama, a lo mejor debajo de la almohada, o debajo de mis pies, o de mis tripas aguadas, no lo sabía con exactitud; ni tenía fuerzas para saber algo. Fingí que veía en dirección al sonido y descubrí que tenía tanto sueño que no valdría la pena responder. Moví el pie, y empujé fuera de la cama el artefacto. Al caer se apagó.
“”Vaya cosa””. Susurré. Lo recogí y la pantalla iba rajada diagonalmente.
Le di unos toques con las palmas, y apreté tantos botones como pude, y apareció el logo digital de la empresa que indicaba el funcionamiento normal del artilugio, sin remediar la obvia cicatriz. Era casi un milagro, y por poco se me escapó un aleluya. Volví con el antiguo gesto a reacomodarme en la cama, y puse el phone en la misma esquina, y me acosté. Apenas cerré los ojos intermitentemente cuando el asuntito sonó de nuevo. Regresé de la cabecera a la esquina, y la luz corría entre lo rajado de la pantalla como un mapa confundido.
Acepté la llamada.
“”Hola”” Dije.
“”¡Cerdo estúpido! ¿¡Cómo pudiste!? ¡Desgraciado!””. Gritaron.
“”¿Quién habla?””.
“”¡TE LO LLEVASTE TODO!””. Replicó.
Corté la llamada.
Regresé el phone a la cama, alejado de la esquina: El phone se convirtió en un templario digno de admiración, seguía vivo después del suceso. Parecía un actor, Danny Trejo, con la mueca desparramada por todos lados. Continuaba funcionando a pesar de los indultos y los pesares. Danny Trejo no era un gran actor, pero sí que sabía gastarles “buena toma” a los directores, y sin duda mantenía viva la pantalla por unas horas. Luego agarré una colcha rosada que tenía amontonada en la mesita de noche, y mientras me envolvía supe que necesitaba un trago. Ergo”¦, un hombre sin vicios no sirve. Al instante sonó el phone lisiado desde las esquina de la cama. No quería contestar porque ya me había acomodado, pero acepté la llamada.
“”¿¡Y todavía tenés la osadía de colgarme!?””. Exclamó.
“”Oiga”¦ no sé quién es”¦””.
“”¿Creés que fingiendo esa voz tan estúpida me vas a engañar?”” Dijo la mujer.
Corté la llamada.
Acomodé el pobrecito phone en el mismo lugar, se veía triste, algo en el semblante le generaba aquel modo peyorativo de apagarse. Quería saltar de nuevo, y morir. El phone no consumía pastillas, no andaba crudo, y no ignoraba el vaho nocturno. Lo ideal sería copiar su ejemplo, y los genios hacen eso; agarran una navaja, o una corbata, y reposan en alguna parte de la medianoche sin esperar que los molesten. Reposan. Los genios no habitan el cementerio de los ilustres con Claudia Lars, ni tampoco se les quedan viendo a los bueyes para hacer poemas. Sólo quieren que el balazo o la herida los raje diagonalmente, y en paz. Luego, arañaron el techo, y unas malandanzas invisibles torturaban el lomo de la casa: Me aventé de la cama, y en la sala rondaban los conejos entre los sillones cansados; llevaban los ojos torvos y grises como un faro en agonía. La ventana de la sala tenía un espacio sin solaires que únicamente se protegía por el balcón. Encima de la refrigeradora asomaban cuatro libros de cocina mexicana, y cuando los agarré, a uno se le cayó la portada, no importa, no era una portada llamativa. Entonces regresé a la ventana, y acomodé los libros destartalados como si fueran piezas de dominó: La idea era crear una muralla en el espacio. El problema era que si caía uno, caían todos. Los conejos no sabían eso.
Regresé al cuarto, y el phone seguía tranquilo pero no por mucho”¦ ¡Ring! ¡Ring!
Acepté la llamada.
“”¿Con quién putas estás?””. Dijo la mujer, y le iba a contestar pero unos maullidos reventaron el techo gastado.
“”¿Quién es esa?””. Replicó.
“”Son gatas””. Le dije.
“”¿Va que andás con putas?””.
“”Mire, estaba a punto de echarme una paja hace un rato”¦””. Contesté.
“”¿Ya no me amás?””. Dijo, tristemente.
“”No””.
“”¿Pero por qué mi amor?””.
“”Nunca lo he hecho””.
“”No digás eso””. Dijo, enredando sollozos. [Soy un mal tipo, pensé].
“”Yo te amo””. Dijo. “”Me cogí a Charlie sólo por curiosidad”¦””. [Es una putita, pensé].
“”Por curiosidad mirás un eclipse””. Le dije.
“”¡Ay mi amor!””. Exclamó. “”¡No seas tan dramático!””.
“”¡¡¡Pero si le diste el culo a Charlie”¦!!!””. [Vaya, vaya, sí que soy bueno en esto, creí]
“”Pero vos también””. Confirmó.
“”¿También qué?””. Le dije, asustado, jodidamente asustado.
“”Ya sé lo de ayer”¦””. Dijo ella.
“”Ayer no hice nada de nada””. Sentencié.
“”Cómo no, Charlie me contó todo””. Dijo.
“”¡Charlie es un hijo de puta!””.
“”Dice que ambos cabalgaron””.
“”No”¦ sólo cabalgó él”¦ ja”¦ ja”¦””. Chisté.
“”Que mentiroso es Charlie””. Dijo la mujer.
“”Sí””. Dije.
“”¿Entonces vas a volver?””. Preguntó.
“”¿Por qué no?””. Dije.
“”Bueno”¦, Charlie está conmigo ahora””. Dijo la chica.
“”Decíle hola de mi parte””. Le dije.
“”Dice que hola””. Dijo la nena.
“”Buenas noches””. Dije.
“”Buenas noches, cariño””. Dijo Charlie.
Corté la llamada, y apagué el phone.
La gente sí que está loca; hace lo que sea por no abandonarse, y no mirar un poco más allá del borde, yo siempre he preferido el borde, así como mi phone. El phone es más valiente, mira el precipicio y se arroja, sin importarle la caída o el retorno. A veces, las cosas banales tienen más valor de lo que acostumbran. En especial a estas horas cansadas donde se juntan todas las horas, y repiquetean la consciencia hasta dejar un alarido roto y descalzo en la estantería de la misma. Puedo con eso, un par de abolladuras no cambia el fuselaje; allí andaría, como un demonio triste y flemático que no hace más que pensar en el castigo que aguarda lento pero seguro; tragando un titular que no es noticia pero tampoco afán.
La noche gélida continuaba respirándome sin prisa, absorbiéndome poro a poro en el ego de su gloria; ese capullo que abre despacio al ronroneo de las láminas que siguen allí mutiladas como Cristo en las iglesias romanas. La noche no deja de gritar, y cuando por fin calla es porque entramada lleva la navaja: Un terror susurrado entre el cansancio de los sillones.
Entre los sillones y el trastero se albergaban pequeñas caritas rojas disimulando de un lado a otro sin engaño posible; se me quedaban viendo con la mueca disparatada. No creí que fuera cierto, y ansiaba enterrar la obviedad del hecho: Eran ellos, dejaron el suave y aterciopelado papel para volverse sicarios”¦ pequeños homicidas peludos en cuatro patas”¦ profanadores en la hermandad orejona”¦ traidores de la beldad”¦ ¿Pero quién habrá dado el primer salto? Presumo que fue el desgraciado más adorable, ese tuvo que adoptar la entera decisión de abandonar el guión que tan perfectamente habían desarrollado estos últimos años. Y lamento confesarle a las caritas rojas la envidia que me provocan con su sonrisa enervada en el piso, clavada en las láminas que observan fugaces al interior del alma la eudaimonía en la casa. Entre tanto, buscaba el cadáver, ¿dónde habría quedado semejante disfraz amargo? Debieron colgarlo en alguna parte para que conservara su forma original. De pronto, apareció la cola de uno de los disfraces, y en seguida otro de los disfraces enteros aún pegado en la ternura del orejón. Observé el otro disfraz con los ojos benignos entre las sombras de la esquinera. En efecto”¦, no habían colgado el traje, el papel. Sin embargo, las caritas continuaban sonriendo impregnadas en el piso, carcajeándole al techo arañado un recuerdo que probablemente yo habría olvidado.
La solaire del dominó estaba abierta.
Llevé atrás a los peludos, y cerré la puerta. Luego atravesé la sala entre los sillones hasta llegar al cuarto solo. Allí, giré los quicios que cedieron fácilmente (aunque recordaba haberles puesto una tranca de caoba que un viejo escandinavo olvidó por casualidad). Al entrar, el armario estaba entreabierto, y a sus pies yacía la orquesta de caritas líquidas expandiéndose como una máscara triste en el suelo. Llegué un poco más cerca del armario, y oscilaba el vaivén pendular de un quinto miembro sobre la fuente de la máscara triste de las caritas chistando. El embustero, y dueño de ese quinto miembro, no dejaba de mordisquearle los dedos a Centeno; ya le había hecho un hueco en el arca de las carcajadas líquidas en las caritas. Del agujero asomaban extrañas blasfemias sobre las antiguas muecas solubles. Era una carcajada mayor que tragaba a la carcajada menor como en un bestiario invertido. Centeno tenía la mirada fija en el techo del armario, y el eco con el que veía me recordaba la sobria manera de reclamar asuntos inconclusos.
FIN