“”Lo único que resta es su cabeza””. Dijo el doc.
Las palabras retumbaron en el alféizar de la ventana como un zancudo ebrio con la espada ensangrentada. El zancudo todavía tenía fuerzas para evadir el ébano, y sus espantos escaparían tras la cola del eco soslayado.
“”¿Está seguro”¦?””. Dije, tentando la fe del viejo.
“”En absoluto””. Contestó.
Detesto las respuestas. Definitivamente odio el sonido de sus labios vomitando la náusea lastimada; el epitafio suyo cayéndome despacio, un poco más de día en hora. En efecto, no puedo evitar ese néctar asqueroso que los matasanos producen. De hecho, a ellos ni les importa el resultado, no es más que un devenir autómata en su bitácora extendida. Casi como una partitura indolente en la cara del desahucio mío.
“”Córtenle el cuerpo””. Propuse.
El viejo enjugó sus labios quedamente sin dejar de mirar el alocado palpitante en mi cuello, y el sudor escurriéndome pesado por la nuca. Tal como lo haría el calor con un cubito de hielo fuera del refrigerador. Era una pulga en el Sahara de la consultoría.
Pero el viejo no dijo nada, y continuó dándole vuelta al expediente, cruzando con parsimonia los escondrijos de la condición de Roberta. Ella, con su enigmática situación, incitaba [sin lugar a dudas], un excelente y provechoso experimento. Teniendo en cuenta la última ratio de mi voluntad, y la aquejadora condición supra mencionada. Luego”¦, agarró el sello de enfrente con los dedos tremendamente contraídos, y puso la hoja amarilla sobre un vidrio delgado. Vacilaba en le trajinar de la mano aunque con un prolongado gesto de desagrado, aceptó.
Lo último que vi de la antigua Roberta fue su cuerpo amoratado, hinchado, entubado. Nada la rescataría de esa situación, y lo que yo proponía tampoco prometía demasiado. Roberta y yo estábamos destinados a mantenernos unidos incluso en la muerte. Ella no se iría sin mí, eso se los puedo asegurar. Ni me iba a dejar. Era la luz.
Sin embargo, todo se complica sin un cuerpo. En aquel entonces los cuerpos andaban escasos. La gente prefería enterrar a sus parientes enteros aunque sólo llevaran el cerebro podrido. El egoísmo denotado en grado sumo, el ethos posmoderno asimilado perfectamente por el ciudadano del siglo. Pero imaginen”¦ Envase intacto”¦ Craneoencefálico podrido”¦
Estaba parado del otro lado del cristal, y observaba con paciencia cada aguja en el cuerpo de Roberta; esas venas dilatadas en los senos que parecían naranjas negras [donde nunca hubo botones] y el sumo fétido impregnando las camisas de los matasanos con avidez. De igual manera se encontraban sus pies, y la mayoría de sus huesos [del cuello para abajo]. Se diluían entre los poros como mezclilla pastosa. Entonces cerraron las cortinas.
Ellos entrando”¦, Ella desapareciendo”¦,
El proceso duró tanto como para pensar que Dios estaba desamando el mundo, y los infelices matasanos salían afanados, escapando, de baja. No les importaba el suceso, querían alejarse del hospital para bajonear sin ningún pretexto. Consecuentemente el viejo principal sacó la mano desde la puerta con el pulgar alzado, y una enfermera me entregaba en simultáneo una bolsada de malos recuerdos todavía húmedos por el ajetreo. Eran la cólera y los celos de Roberta.
Supongo que no harán falta.
Dos meses después abandonamos el recinto por la misma puerta en la que entramos. Llevaba una alforja grande pero vacía, y de la mano una cuerdita flotante que dirigía la cabeza de Roberta para que no chocara con las flores de la entrada ni me abandonara siguiendo las nubes.
íbamos al parque.