Llegó por la noche en un avión cargado de cebollas moradas, envuelto en esos potenciales hedores causantes de lágrimas nada recomendables para un sabueso. Me lo entregaron en una jaula de viaje, el cachorro apenas había cumplido doce semanas. Venía de Mérida, de un criadero de Basset Hound, los célebres hush puppies de orejas largas.
En el estacionamiento le abrí la puerta de la jaula, salió y se echó la primera de muchas meadas legendarias, el mar contenido en la vejiga que tantas veces en los años venideros inundaría pisos, parqués y duelas en cualquier lugar adonde viviéramos.
No levantó la pata como usualmente lo hacen los perros para marcar su territorio, lo aprenden cuando son púberes obligados por la testosterona, él nunca lo hizo en sus doce años de existencia.
Su desparpajo nos sedujo a todos. Era el regalo navideño para Gabito, un canino tricolor de mirada triste y hocico altivo. Significaba bastante más que una mascota, para un hijo único encarnaba su compañía, para todos se convertiría en un miembro más de nuestro clan.
Ganó nuestras simpatías de inmediato. Al entrar a nuestro departamento saltó y se acomodó en el sofá, al principio se enroscó como cualquier perro, luego se durmió patas para arriba de la manera más impúdica posible.
No era el típico can que se la pasara ladrando a la menor provocación, ni era nervioso o saltarín, más bien era callado, devoraba al mundo con sus ojos que parecían a punto del sollozo.
Era un peligro dejarlo solo, la soledad suele ser una pésima consejera para los temperamentos gregarios, despedazaba libros y todo lo que encontrara a su paso, le encantaba morder calcetines y cables con la ansiedad en los dientes.
Y fue creciendo y se fue calmando, aunque destrozó no menos de diez de sus camas y otro tanto de sus suéteres, no es que fuera activo sino todo lo contrario, era pausado como todos los de su familia, o sea, nosotros, y fue amoldando su personalidad, nunca dejó de babear en exceso, sacudirse y repartir su saliva al aire.
Siempre he creído que los perros son seres maravillosos, su ternura es el paliativo de un mundo fétido empeñado en exterminarse, la crueldad con ellos es una expresión que trasciende la podredumbre del espíritu.
Lo conocieron en las taquerías del barrio en las que él daba fe del dicho certero que perro no come perro, ahí engullía con regodeo su riguroso par de tacos de bistec.
Poseía un apetito voraz y el olfato privilegiado de su raza, había que vigilarlo cuando lo paseábamos, podía tardarse media hora o más en un tramo que otro perro lo recorría en tres minutos porque cataba los olores y desmenuzaba sus esencias.
No tenía una pizca de guardián ni le pelaba los dientes a las amenazas, en una ocasión se zafó de su correa y corrió como espectro huyendo del purgatorio, lo encontré metros después disfrutando de un matorral de ruda, esa hierba aromática que se utiliza para limpiar todo tipo de males.
En otra oportunidad no sé cómo abrió el cuarto de servicio y casi se sale a periférico a darse una vuelta, suceso de seguro fatal que fue evitado por un vigilante que se comunicó conmigo a la oficina.
En doce años envejeció la familia, durante la pandemia estuvimos juntos todo el tiempo, acompañaba a Gabito en sus clases en línea, a Gris en el home office y a mi la mayor parte del día y la noche, cuando leía, escribía o trabajaba.
En el último mes de su vida su comportamiento fue errático, hubo noches en las que parecía desconocer donde estaba y daba vueltas por la sala, el comedor y el estudio, bebía agua con una sed inagotable, se tomaba sus orines, lamía cada centímetro del piso y se la pasaba dormido la mayor parte del tiempo.
El domingo sufrió un ataque de epilepsia, el segundo en menos de un año, Gris pudo reanimarlo y lo llevamos al hospital veterinario. El diagnóstico era fulminante, estaba deshidratado y el cáncer le había invadido el hígado, sus expectativas de supervivencia se habían reducido a un cincuenta por ciento y las posibilidades de metástasis se incrementaban.
Ninguna opción era agradable, la primera proponía que el cuerpo del can fuese un campo de experimentación de operaciones, medicamentos y radiaciones para extenderle la vida pocos meses; la segunda, la eutanasia indolora.
Después de hablarle a un veterinario amigo, elegimos la última con el dolor de la conciencia y el mar en los ojos. Lo llevaron a despedirse de nosotros, ya no era el mismo, lo miré perdido con el suero en una pata.
Lo acariciamos, lo abrazamos, fue un adiós triste en familia, lo inyectaron y se durmió lento como tantas veces en el sofá de su casa.
Se llamaba Cooper, al morir se llevó buena parte de nuestras almas, espero encontrarlo en el Mictlán.