Por Gaspard Estrada
PARÍS – En menos de un mes, los votantes brasileños elegirán a su próximo presidente. Podría pensarse que el impopular gobernante en ejercicio, el ultraderechista Jair Bolsonaro, no tiene la menor chance. Pero aún conserva el apoyo de algunas fuerzas muy poderosas, y sigue planteando una grave amenaza a la democracia brasileña.
Desde su llegada al poder en 2019, Bolsonaro se puso la aparente misión de desmantelar las instituciones democráticas de Brasil. Una de las primeras cosas que hizo tras asumir fue privar de poderes básicos a la FUNAI, el organismo federal brasileño encargado de los asuntos indígenas. Luego designó al frente del organismo a Marcelo Xavier da Silva (un oficial de policía vinculado con la agroindustria), dando así vía libre a la eliminación de protecciones a las tierras indígenas. En tanto, el Ibama (principal agencia del país para el medioambiente) ha sufrido recortes presupuestarios, interferencia política y un debilitamiento de las regulaciones. Además, Bolsonaro (un excapitán del ejército) alentó la politización de las fuerzas armadas y de la policía militar regional.
Si consigue otro mandato, estas tendencias se agravarán. No hay que olvidar que los autócratas electos tienden a intensificar sus intentos de destruir la democracia después de la segunda victoria electoral. Hay que preguntarse entonces, ¿qué probabilidades tiene Bolsonaro de volver a ganar?
En una encuesta reciente, el 59% de los encuestados dijo que jamás votaría por Bolsonaro, y el 61% desaprobó su gobierno. Es mucho más probable que gane Luiz Inácio Lula da Silva, presidente entre 2003 y 2010, que fue liberado de prisión en 2019 tras cumplir menos de dos años de una condena a doce años por corrupción pasiva (anulada el año pasado después de que se cuestionó la imparcialidad del juez que lo condenó).
Pero el índice de aprobación de Bolsonaro ha tenido hace poco una pequeña mejora. Además, una importante franja de la clase política brasileña (el «centrão», formado por partidos de centroderecha y derecha) se mantuvo fiel a Bolsonaro a cambio de puestos ministeriales y de financiación procedente de un muy opaco «presupuesto secreto». Cabe destacar que Bolsonaro delegó en la práctica el control del presupuesto público al presidente de la Cámara de Diputados Arthur Lira, uno de sus aliados que se ha convertido en el primer ministro de facto de Brasil.
Lejos de cumplir su promesa de campaña de combatir la corrupción y reformar la política brasileña, Bolsonaro revivió a los partidos y figuras más expuestos a los escándalos de corrupción de las últimas dos décadas y degradó profundamente la democracia brasileña. Un proceso en el que contó con la ayuda de buena parte de la clase política.
No extraña que también haya intentado comprar apoyo público, pese a que la legislación brasileña prohíbe el clientelismo electoral. En un contexto de inflación en alza, aumentó un pago mensual que reciben 18 millones de familias pobres (hasta diciembre de 2022), ofreció entregar efectivo a conductores de taxis y pequeños agricultores, proveyó subsidios para el transporte a los ancianos, etc. También impulsa rebajas de impuestos (incluidos los combustibles).
Aun si esto no bastara para asegurarle la reelección en octubre, Bolsonaro viene mostrando todas las señales de un líder muy capaz de organizar un golpe constitucional. Ha cuestionado la honestidad de las instituciones brasileñas y denunció la posibilidad de un fraude electoral. Al parecer, el sistema electrónico de votación que tan bien funcionó en Brasil durante más de veinticinco años de pronto se ha vuelto «vulnerable a la manipulación».
En este sentido, parece que Bolsonaro está copiando el manual del expresidente de los Estados Unidos Donald Trump. Si bien el ataque de enero de 2021 al Capitolio, alentado por Trump, no lo mantuvo en el poder, tampoco supuso una condena social para Trump o para el Partido Republicano. Y mientras que en Estados Unidos una intervención de las fuerzas armadas en apoyo a un golpe liderado por Trump era sumamente improbable, los militares brasileños parecen más interesados en controlar las elecciones que en proteger al país. El año pasado, el ministerio de defensa envió al Tribunal Supremo Electoral de Brasil (encargado de supervisar las elecciones) un cuestionario con más de ochenta preguntas referidas al proceso electoral. Luego anunció que iba a organizar un «plan de inspección» paralelo para la elección, con recuento de votos propio incluido.
Además, se han dado casos de amenazas físicas a ciudadanos, activistas y candidatos. Tras el asesinato en junio del periodista inglés Dom Phillips y del antropólogo Bruno Pereira en la Amazonia, un simpatizante de Bolsonaro mató a tiros a un activista del Partido de los Trabajadores. En este entorno de violencia política en alza, Lula decidió llevar chaleco antibalas en sus apariciones públicas.
A la democracia brasileña le aguarda una dura prueba de resistencia, incluso si en octubre Bolsonaro pierde por mucha diferencia. Pero si gana, o incluso si pierde por poco margen, el futuro puede ser mucho peor. Por eso es tan importante que las fuerzas democráticas brasileñas dejen de lado sus diferencias y formen un frente unido contra Bolsonaro y sus simpatizantes extremistas.
Lula ya está trabajando en la creación de ese frente amplio. Su gesto político más audaz hasta el momento ha sido invitar a Geraldo Alckmin (exgobernador de São Paulo, exlíder del Partido de la Socialdemocracia Brasileña, PSDB, y rival de Lula en la elección presidencial de 2006) a ser su compañero de fórmula. Pero se necesita más; Lula debe invitar a todos los dirigentes que comparten su deseo de restaurar la normalidad democrática a trabajar juntos para aislar a Bolsonaro y a sus partidarios en el Congreso, la justicia y otras posiciones influyentes. E incluso aquellos candidatos que tengan una remota chance de ganar la elección (en concreto, Ciro Gomes y Simone Tebet) deben apoyar la campaña de Lula, para ayudar a evitar una victoria de Bolsonaro.
Por su parte, la comunidad internacional debe estar lista para actuar si Bolsonaro o los militares brasileños intentan desvirtuar el resultado de la elección. Al fin y al cabo, las consecuencias de una deriva autoritaria de Brasil se extienden mucho más allá de sus fronteras, en particular por la importancia crucial de la Amazonia para el futuro del planeta.
Traducción: Esteban Flamini
Gaspard Estrada es director ejecutivo del Observatorio Político de Latinoamérica y el Caribe en el Institut d’études politiques de París (Sciences Po).
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