ESTOCOLMO – La primera crisis global de la era post-estadounidense está aquí. Las consecuencias de la pandemia del COVID-19 determinarán la situación del planeta por muchos años.
Durante casi un siglo, Estados Unidos siempre ha dado un paso adelante en tiempos de crisis para ejercer algún tipo de liderazgo. Algunas veces sus contribuciones han sido mayormente bienvenidas; otras veces, no tanto. Y no siempre los resultados han sido los esperados. Pero el instinto básico estadounidense de liderar estaba presente. Para mejor o peor, el resto del mundo creció acostumbrado a ello.
Sin embargo, con Donald Trump en la Casa Blanca se acabó ese liderazgo. Ya en la presidencia de Barack Obama, Estados Unidos había reducido la escala de sus compromisos globales, reconociendo el hecho de que no contaba con los recursos para solucionar todos y cada uno de los problemas del mundo. Pero incluso “guiando desde atrás”, Estados Unidos seguía liderando.
Lo que pudo haber sido un reconocimiento por necesidad bajo Obama se ha convertido en un principio incuestionable y proclamado a gritos con Trump. Sobre el papel de Estados Unidos en el mundo, Trump está poniendo en práctica –con tintes de venganza- lo que proclamó en su campaña presidencial. A lo largo de los últimos tres años, “Estados Unidos primero, y todos los demás por su cuenta” ha sido el mensaje que emana de la Casa Blanca.
Las implicancias para el mundo real de este cambio de enfoque han quedado hoy al desnudo. En 2014, cuando el Ébola comenzó a propagarse por África Occidental, hubo un serio peligro de que ese brote regional se convirtiera en una calamidad global. Pero la administración Obama dio un paso al frente. Colaborando estrechamente con la Organización Mundial de la Salud, EE.UU. movilizó una respuesta global y logró contener la epidemia. A nadie se le ocurrió calificar al Ébola como el “virus africano” ni acusar a la OMS de negligencia y malversación de fondos.
Desde entonces, el espíritu de colaboración global ha estado bajo ataques constantes. Con Trump, Estados Unidos inició una guerra comercial contra China y sus propios aliados, y abandonó grandes acuerdos globales como el acuerdo climático de París de 2015 y el trato nuclear con Irán. Por años ha ido aumentando de escala una feroz lucha bilateral por el control de la economía digital.
Debido a estas tensiones, en la práctica el Consejo de Seguridad de la ONU ha estado ausente de la crisis del COVID-19. El Secretario General de la ONU António Guterres ha hecho un llamado a la acción, pero Estados Unidos y Rusia han dado largas al asunto y el resto de los países del Consejo de Seguridad se han mantenido en silencio. Si bien uno podría haber esperado que el G20 volviera a desempeñar el papel fundamental que tuvo durante la crisis financiera de 208, la organización está actualmente bajo la presidencia de Arabia Saudí y, por tanto, de su errático joven gobernante, el Príncipe de la Corona Mohammed bin Salman.
Mientras tanto, China ha llenado el vacío declarando de la boca para afuera la importancia de la gobernanza global, pero buscando principalmente desarrollar sus relaciones bilaterales. Los envíos navieros chinos de mascarillas y otros artículos surcan los mares en dirección a sus destinatarios con la exigencia de que tengan una recepción oficial, con banderas nacionales y todo. Es una ayuda muy bienvenida, pero sus segundas intenciones son demasiado evidentes.
Igual de obvio es el hecho de que se podría haber hecho mucho más para limitar la propagación del COVID-19 en las primeras semanas del brote en Wuhan. El gobierno chino ha sido objeto de unas merecidas acusaciones por estos fallos, y el hecho de que la situación haya sido manejada mucho mejor en la Taiwán democrática no ha pasado inadvertido.
A su debido tiempo habrá un debate más abierto –y probablemente apasionado- sobre cómo los diferentes países, gobernantes y organizaciones internacionales enfrentaron el reto del COVID-19. Ciertamente, China no es el único lugar donde la respuesta oficial habría podido ser mejor. Pero los post mortems son para después de los hechos. La prioridad inmediata es movilizar todos los recursos disponibles para contener la pandemia. Nadie debería dar por supuesto que la historia se ha acabado ahora que el epicentro ha pasado de Asia del Este a Europa Occidental y, después, a los Estados Unidos.
Después de todo, a menos que haya una respuesta internacional sólida y sostenida, ¿qué ocurrirá en Indonesia, Pakistán, Egipto, Nigeria, Brasil o cualquier otro país de gran tamaño y altas densidades de población urbanas? Con Estados Unidos ausente y la credibilidad de China afectada, existe una urgente necesidad de que alguien asuma el deber de liderar y comience a movilizar una respuesta coordinada, sea a través de la OMS u otra vía. Una pandemia es como un incendio forestal: si no se ha apagado en todos lados, no se ha extinguido por completo.
¿Podría la Unión Europea dar el paso, o también se encuentra consumida en sus propios problemas? ¿Se podría forjar una coalición completamente nueva para dinamizar las cosas, o el orden internacional está condenado a involucionar más todavía a un amasijo de multipolaridad y luchas de poder, donde el único fenómeno verdaderamente global es un virus letal? En un mundo post-estadounidense esas son las preguntas a las que debemos responder.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Carl Bildt fue primer ministro y ministro de exteriores de Suecia.
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