Las películas, especialmente las de la factoría de Hollywood, suelen retratar a la mujer angustiada con ciertas características estereotipadas.
Una de ellas, quizás la más trillada, es la de la bella protagonista llorando frente al televisor mientras consume compulsivamente un bote de grasienta comida china o medio galón de helado como si no hubiese mañana. ¿Mito o realidad? Realidad.
Es así, sin vueltas. En la mayoría de las personas, el comer proporciona tranquilidad, sosiego. Probablemente, si queremos buscar una explicación, se deba que al nacer el hecho de ser alimentados nos produce consuelo y satisfacción. Sin embargo, si la angustia o el estrés crecen, nuestro apetito se vuelve incontrolable.
La “terapia” de la comida puede que tenga un efecto inmediato, pero también de duración efímera, ya que el comer produce angustia y ansiedad. Solo en contadas personas la tensión y depresión conllevan a la pérdida de apetito.
El famoso dicho “comer es un placer” obedece a razones químicas. Es decir, todo el control lo tiene nuestro cerebro y no el estómago. Al ingerir alimentos, nuestras neuronas segregan una hormona llamada dopamina, que está asociada con el sistema del placer del cerebro y hace que no podamos controlarnos. Por supuesto que se puede revertir la situación y recuperar el control”¦
Generalmente, lo ideal es abordar estos problemas conjuntamente con un dietista, ya que ellos orientarán a las personas a comer el tipo de comida adecuada para mantener la saciedad y evitar desequilibrios. Basicamente es importante consumir bastante proteína, muchos vegetales y seguir una alimentación que contemple al menos cinco tiempos de comida. Pero todo este esfuerzo puede quedar en la nada si ante una situación de crisis o ansiedad, el consuelo es un atracón para apagar nuestros berrinches y tristeza. Recuperar la alegría a través de la comida es como querer apagar un incendio con gasolina.
Desde mayo de 2013, cuando se publicó la quinta actualización del Manual de Diagnóstico y Tratamiento de los Trastornos Mentales (DSM-5) por parte de la American Pychiatric Association de Estados Unidos, esa situación tiene nombre científico: en el manual se le reconoce como Trastorno por Atracón (binge eating disorder).
Una de las claves está en nuestras hormonas. Así lo explica la doctora Marta Garaulet, quien además de ser catedrática de Fisiología y Nutrición de la Universidad de Murcia (España) y profesora visitante en Harvard, es la autora del libro “Pierde peso sin perder la cabeza”. Según la española, “si el estrés es puntual prima la respuesta de la adrenalina sobre el cortisol, lo que hace que disminuya el apetito y además se produzca movilización de grasa del organismo. Pero si el estrés es crónico, en la respuesta fisiológica a este estrés prima el cortisol frente a la adrenalina, por lo que aumenta el apetito y además se acumula más grasa en el tejido adiposo abdominal que es dónde tenemos más concentrados los receptores a cortisol”.
Estas patologías, llevadas al extremo, están relacionadas o bien con la bulimia y la anorexia o con la obesidad. En la bulimia se come en exceso y luego la persona recurre al vómito o al uso de laxantes para expulsar la comida. En la anorexia directamente se come muy poco y hay un temor excesivo a subir de peso aunque sea solamente unas onzas. Ambas son partes de los trastornos alimenticios que tanto han golpeado a las adolescentes y jóvenes en todo el mundo y para las cuales hay clínicas especializadas de rehabilitación. Por el contrario, el comer compulsivamente como antídoto de la ansiedad es igualmente dañino porque conduce inexorablemente a la obesidad: se cae en un círculo vicioso, pues a más comida hay, más culpa de comer… Y eso produce más apetito y luego más depresión, además de complicaciones físicas y psicológicas como aumentar el riesgo del colesterol alto, la presión sanguínea alta, la diabetes, enfermedades de la vesícula biliar y cardiopatías.