choso el corazón, subí a la montaña
De donde se puede contemplar la ciudad toda,
Hospitales, lupanares, purgatorio, infierno, presidio,
Charles-Pierre Baudelaire
Uno de esos sábados, de los tempranos años 90 del siglo pasado, en los que con amigos o parientes, nos entregábamos con feliz desenfado a tomar cerveza, decidimos ir a un curioso bar, al que rara vez asistíamos: “Estero Mar”.
Su dueño un antiguo “bartender”, de una cervecería que frecuentábamos en nuestra temprana juventud, atendía personalmente su negocio. Peculiar lugar- sin ningún lujo, aunque lo suficientemente limpio- en el que se convocaban algún rector de universidad, algún diplomático y uno que otro intelectual, además de personas sin mayor atractivo. Ese había sido nuestro destino esa tarde de sábado, un tanto melancólica como suelen ser las tardes de ese día, en las que a veces tomábamos no pocas cervezas espumantes.
Llegó – poco tiempo después del ocaso – la hora de despedirnos. Oscar me acompañó, ambos abordamos el auto. Transitamos sobre la 2da calle, al llegar a la esquina del pasaje Verio me detuve, y le dije a Oscar:
—-Ahí vivía el Viejo Maestro, pero”¦”¦”¦. ¡Qué raro!, La casa tiene sobre la puerta un foco rojo.
Mi acompañante me dijo:
—- Ese es un prostíbulo.
—–No puede ser, dije.
—–Claro que sí– respondió Oscar– lo es.
Después de unos segundos de cavilación decidí bajarme y ver el lugar.
Oscar exclamó:
———- ¡Estás loco, no, que vas a hacer!
Dije:
———– Entrar, quiero comprobar que hay ahí.
Llamé a la puerta, nos abrió el “sacabolos”, quien nos recibió con fingida amabilidad. La escena fue para mí alucinante, como sacada de un relato macabro. Ahí a donde estuvo el piano vertical- en una sala a la izquierda de la entrada de la casa- yacían un par de borrachos, a la par de ellos unas putas. En donde tomamos café muchas veces con el Viejo Maestro, saltaban otras en leotardos, en el pequeño patio al centro de la casa, en una mesa se besaban unos tipos con otras “muchachas”.
Le pregunté al “sacabolos” que había arriba de unas escaleras (en donde en otro tiempo tenía el Maestro su estudio), contestó que había una cama en donde me podía llevar a la chica que más me gustara.
—– Pregunté si podía subir y se me dijo que sí.
Había una suerte de catre con almohadas y sábanas desordenadas, propio del sitio, las partituras con anotaciones, los libros, el escritorio cubierto de papel pautado, de lápices de varios colores y de plumas, habían desaparecido, se los había tragado el tiempo, la soledad y el olvido. Recordé los consejos del Viejo Maestro, sus sabias lecciones, sus oportunos comentarios sobre orquestación, forma musical, agógica, contrapunto y armonía. Conocí esa casa desde niño, ahí me había celebrado el Maestro mi debut como solista. Las pláticas sobre las artes, la gran música, habían sido sustituidas por canciones de burdel, por gritos, por voces aguardentosas y por proposiciones lúbricas.
Era el “Viejo Maestro” un estudioso incansable, al final de su vida, ya retirado, me lo encontré algunas veces analizando alguna obra musical como si tuviese que dirigirla en un concierto próximo. Su curiosidad por la música lo hizo estrenar, en el país, composiciones de los grandes creadores contemporáneos y del pasado. Fue austero, hombre sin dobleces, orgulloso de su profesión y generoso con sus colegas. Un gran poeta le dedicó estos versos:
“Si se inclina la música al oído,
Se encuentra en ella son de profecía:
Canta lo que a decir no se atrevía
La palabra en su pánico latido.”
No quisiera pensar que esa profecía se refiere a la metamorfosis de la casa, de paredes de suaves colores adornadas con pinturas de buen gusto (reproducciones quizá), con algún retrato del Maestro y ahora de macilento color y con calendarios pornográficos mal dispuestos. Pero”¦”¦. ¿Acaso el clarividente vate presintiera el destino de la casa y de escondida manera nos lo dijera en su poema, sin atreverse a augurar el destino de la morada familiar?
En la habitación en donde acaso se soñó con sinfonías fantásticas, misteriosos poemas sinfónicos y armonías de extraña belleza, hoy se fornicaba por dinero.
En el comedor en donde se tomó con las comidas un buen vino, ahora se preparaban tragos con el licor más vil e infame. El hogar de un gran artista era ahora un lupanar de lo más sórdido.
El “sacabolos” no sabía quién fue el Viejo Maestro, pero cuando dije su apellido, le fue familiar.
Salimos, el aire afuera me pareció de una frescura y pureza insólitas, melancólico, raro y suave el aire, como queriendo consolar mi turbación al ver ese santuario del arte, esa casa en donde en mi niñez y juventud encontré las palabras que alentaron mi vocación y me hicieron feliz, convertido en una ergástula triste, sucia y nada edificante. A lo lejos, muy lontano, imaginé escuchar el pánico sonido de la flauta del mítico dios, sonaba como una queja, como un treno de la sima del tiempo.
Cuando le conté esta historia a dos amigos escritores, me hicieron ver que el oficio de meretriz no necesariamente ha estado distanciado del arte, recordé entonces las “Bruscas” de Salarrué, “Bola de Sebo” de Guy de Maupassant, la ópera Lulu de Alban Berg, las “Señoritas (prostitutas) de Avignon” de Pablo Picasso y por supuesto el caso de Henri de Toulouse- Lautrec. Era entonces, haber conocido al “Viejo Maestro” y su casa, lo que me causó tanto asombro y malestar al verla modificada de tal forma.
Continuamos nuestro camino con una sensación paradójica: casi me alegraba de haber experimentado esa entrada a un mundo degradado al máximo, cultor de una metafísica de lo vulgar y del mal gusto. Al mismo tiempo lamentaba haber ido esa tarde a “Estero Mar”.
Nunca más he regresado a esos parajes.