lunes, 29 abril 2024
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Elecciones en Honduras: cuando el sistema se cae

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Cuando el Tribunal Supremo Electoral a las dos de la madrugada del dí­a 27 de noviembre del 2017, habí­a procesado el 71% de los votos a nivel nacional, se desató una euforia popular, el pueblo habí­a decidido un cambio, el pueblo habí­a dicho no a la reelección presidencial, el pueblo expresó un no rotundo al neoliberalismo, el mar popular ciudadano le abrió las puertas a las propuestas de los Estados de Bienestar Social que los paí­ses del primer mundo nos niegan, pero con prepotencia de grandes emprendedores revisan los catálogos de paraí­sos tributarios para venir a explotar nuestras economí­as con transnacionales itinerantes, dejando a su paso desolador salarios de parias, y repatriando el 90% de sus rentas a su paí­ses para financiar sus altos niveles de seguridad social, que a nosotros nos limitan con la cantaleta de la compensación social que llegará cuando paguemos la deuda externa, en un plazo no menor al tiempo exacto en que se produzca el milagro de la segunda venida de Jesucristo.

Una ventaja electoral de 5% del candidato de la oposición sobre el oficial en un universo del 71% sobre la base del 100% era inalcanzable, y sólo se podí­a suscitar el milagro sí­ el mismí­simo Dios cambiaba las leyes de las causalidad, y anteponí­a el azar para que hiciera certeras cabriolas a la exactitud matemática y estadí­stica o en su caso exhumara de sus tumbas a Pitágoras, Euclides y Blaise Pascal, cuyas leyes universales han medido y desarrollado el mundo por más de 2400 años, y abjuraran humildemente de sus errores en honor a la nueva verdad como Galileo Galilei ante el altar sagrado de estos eruditos del tercer mundo hondureños, cuyas maniobras los hace acreedores desde ya, sin ningún margen de duda, del Premio Nobel de Matemáticas.

Dos dí­as pasaron y la noticia que se repetí­a en el Tribunal Supremo Electoral, es que se habí­a caí­do el sistema. En realidad este rumor no estaba alejado de la verdad, el sistema se cayó. El sistema se fue de bruces con esa victoria popular, pero sobre todo, el sistema de privatización de la economí­a en que se regalan empresas nacionales y se deja sin trabajo a miles de familias, el sistema de la educación superior que privilegia a los ricos, el de nuestra soberaní­a nacional que ha concesionado nuestros rí­os por más de 50 años y se pretende atomizar la soberaní­a territorial creando varios estados en un solo Estado con las ciudades modelos, el sistema de la salud, puesto que enfermarse es prácticamente una sentencia de muerte, y la aplicación de los Tratados de Libre Comercio, pues los mercados libres son un mito ante la cautividad de los grandes mercados y sembrar es una herejí­a; y un grave pecado capital, asegurar nuestra seguridad alimentaria porque esto limitarí­a las ganancias de los bancos de crédito internacionales que colocan sus préstamos para el cultivo de palma africana en nuestro paí­s que siembra un desierto verde de dólares altisonantes, y cosecha el hambre y la miseria de nuestro pueblo. Se cayó el sistema, ese que ha producido un 70% de pobreza extrema, y un 5% de millonarios que acumulan no sólo con plusvalí­as  o con la mano de obra sumamente barata, categorí­as marxistas ya no reprochables en el eufemismo de la post modernidad  legal,  sino también con la duda que hace difuminar fortunas medianas con riquezas especulativas creadas bajo el rumor de transacciones de lavados de activos y operaciones estatales de narcoactividad.

Pero el sistema no se puede caer. Que cayera el sistema serí­a un milagro de dimensiones históricas: La Comuna de Parí­s, la Revolución Rusa, la Revolución Cubana y la independencia de la India. Que el sistema vaya a la baja aunque se trate de una república bananera como la nuestra es una señal de alerta en la bolsa de valores mundiales y regionales. Por ejemplo, el sistema se cayó en Nicaragua de los sandinistas y la financiación de la CIA a los contrarrevolucionarios quedó clara con el escándalo Irán- Contras. En El Salvador estuvo a punto de caerse el sistema, y los Estados Unidos no dejaron de inyectar armas al asesino ejército salvadoreño, y hoy que la izquierda está en el poder después de miles y miles de caí­dos que suman al grave martirologio salvadoreño, la neutralidad pasmosa, nos persuade de que el sistema no ha caí­do en El Salvador sino que se ha arrendado a un precio que vale silencios y complicidades. En Honduras cuando Manuel Zelaya Rosales ganó las elecciones el sistema se consolidaba pero el cambio de ruta a los Estados de Bienestar provocó la caí­da del sistema neoliberal, y habí­a una gran necesidad de asestarle un grave golpe al estado de democracia, y que el sistema volviera a la normalidad.

En la Honduras actual, el sistema se cayó con el triunfo de la Alianza, pero era imperioso subirle a sus números ficticios porque cuando el fraude no puede obtener sus propósitos, las operaciones burdas de la falsificación y la imposición se vuelven las únicas alternativas, salvando el sistema de derecha y no de derecho, el funcionamiento de una fosilizada institucionalidad, y recurriendo a la coerción con esos toques de queda en la aurora del siglo XXI, que nos recuerdan las ejecutorias de las dictaduras militares latinoamericanas en el siglo XX se entronizaban por encima de los cadáveres de los pobres ciudadanos, cuando éstas perdí­an la legitimidad popular, ésta que no es más que un simple y prescindible pretexto para las democracias representativas.

El capitalismo es un sistema monolí­tico, su mundo ideal está basado en la preeminencia del discurso de la ciencia y su aplicación técnica; y fuera del mundo de la producción, el consumo y el lucro, la vida del hombre y su dignidad resultan asuntos de escasa trascendencia. Paradójicamente fue la herencia de la ilustración la que nos legó un espacio de autonomí­a que en la práctica es negado por el sistema, pese a que está incorporado en nuestras normas constitucionales. Es risible ver un sistema que se ufana de ser heredero del liberalismo y la ilustración, y niega en el mundo real el más elemental ejercicio de derechos que rigen las reglas más básicas de la convivencia humana, es decir, el derecho al sufragio universal como la posibilidad de suscribir el contrato social, la libertad de expresión en su más profundo sentido de conocer la verdad  o el derecho de reunión en su más justa dimensión del pluralismo polí­tico.

El sistema democrático instituido como el discurso formal dominante no tolera el más mí­nimo ejercicio de los derechos y garantí­as constitucionales. Por ello, resulta contradictorio que las luchas más progresistas de la historia reciente se hayan sustentado en los principios de la ilustración, en contra de la reacción de los que se denominan demócratas, y observan comportamientos fascistas.

La autonomí­a requiere de la ética pero sobre todo de la polí­tica, de la ética como un acto de decisión personal frente a la incertidumbre del mundo y sus problemas, y de la polí­tica porque es dentro de este ámbito donde se producen las más grandes decisiones que tienen incidencia en el destino de millones de seres humanos. Sí­ aceptamos la democracia como un sistema inevitable dentro de determinada coyuntura histórica, lo ideal es profundizarla a niveles que en la actualidad sólo existen como declaraciones abstractas. Sí­ para el caso la democracia bajo el sistema de representación es un fraude, la solución inmediata es apropiarnos de nuestro propio destino histórico, y crear por nosotros mismos las leyes y las instituciones que regirán nuestras vidas.

El discurso de la productividad pretende uniformar voluntades, y minar las bases de la crí­tica y la reflexión. Ésta y la otra solamente existen en el espacio de la academia y de lo privado, lugares en que perviven sin causar más que algún resquemor certero que no encuentra eco en los aparatos ideológicos del Estado. Cuando la indagación del statu quo desborda a niveles populares masivos, y se disemina como pólvora incontrolable como sucede en Honduras con la defraudación de su voluntad popular, el régimen de verdad resulta ineficaz, la discursividad dominante pierde vigencia, las instituciones se vuelven simples paredes y columnas, y el recurso a la coerción para sostener los últimos jadeos de la institucionalidad se vuelven indiscriminados y violentos.

En este espacio actúa la autonomí­a de la voluntad humana colectiva, y la epifaní­a de su ocurrencia puede presumirse como suceso espontaneo, pero ello no es casual ni intuitivo sino que tiene sus bases en la acumulación de contenidos de conciencia que encuentran su cauce dialéctico de expresión en determinada oportunidad histórica. Esta expresión de madurez polí­tica se ha suscitado en nuestro paí­s, después de largas luchas históricas como la gloriosa huelga de 1954 de los trabajadores de las bananeras, las luchas de los estudiantes en los años 60s que desmontaron la iniciativa de privatizar la educación superior, las luchas de los años 80s del siglo recién pasado en que nos solidarizamos con los procesos revolucionarios de Nicaragua y El Salvador, la reacción de resistencia civil al Golpe de Estado, y la defensa del orden constitucional por parte del pueblo.

El sistema se cayó porque derrotó el bipartidismo, esas dos alternativas que le arreglaban la fiesta a la democracia representativa. El sistema se cayó y recurrió a lo burdo de imponer resultados y a sus manidas mañas de falsificar actas y votos;  y en lo sucesivo ya nada nos embaucará en torno a que no vivimos bajo la bota del totalitarismo, ya nadie podrá arengar de democracia, y conducirnos como ovejas al redil de su obligatorio juego electoral, en el que nunca pierden, porque si falla la compra de voluntades, están las computadoras que pueden programar una realidad virtual que los convierte en hércules cuando nos consta que su fuerza es de ratas, y si falla la verosimilitud de sus ordenadores, queda la reserva de fusiles que con la potencia, y el fulminante de sus balas están por encima de la razón que en estas lides sólo sirve para perder nuestras vidas y nuestras cotidianidades.

Mientras escribo esto, el pueblo llena en una marea roja las calles de Tegucigalpa y San Pedro Sula, y unos niños y unas hermosas mujeres regalan como en la revolución de los claveles portugueses o el mayo francés rosas y espliegos a los soldados del ejército hondureño, al tiempo que el sistema se ha fortalecido con la trampa, y ha vuelto en las computadoras para decirnos que el ganaba perdí­a y que el que perdí­a gana,  pero en Honduras por sobre todas las cosas ha vencido la esperanza histórica de un cambio radical, ha salido derrotada  la institucionalidad, y la única manera de mantener en pie este sistema caí­do en coma es la administración de la insulina de la fuerza y la represión, y de los electroshock de los toques de queda que usurpan nuestras alcobas, y de los Estados de Sitio que más temprano que tarde los conducirá al lugar de sus derrotas.

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Milson Salgado
Milson Salgado
Analista y escritor hondureño, abogado y filósofo; colaborador y columnista de ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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