Por una unión aduanera de América del Norte

"Muchos de los supuestos en los que se basaba el consenso de principios de este siglo sobre la globalización se han venido abajo en los últimos años": Guillermo Ortiz.

Por Guillermo Ortiz.

CIUDAD DE MÉXICO – Muchos de los supuestos en los que se basaba el consenso de principios de este siglo sobre la globalización se han venido abajo en los últimos años. La pandemia de COVID 19 reveló que las cadenas globales de suministro eran vulnerables en caso de crisis y que el mundo se había vuelto demasiado dependiente de China para la provisión de productos esenciales. El cierre de fronteras dejó a los países sin acceso a suministros médicos básicos; esto puso de manifiesto los riesgos de la externalización de procesos productivos (outsourcing) e impulsó una tendencia a su traslado a países más cercanos (nearshoring).

Además, Estados Unidos y otros países occidentales han experimentado un retroceso permanente de la actividad industrial y del empleo, que se debe en parte a las economías de escala y bajos costos de producción de China, convertida en el líder tecnológico inesperado del mundo. Las empresas chinas han llegado a dominar sectores estratégicos, sostenidas por el apoyo estatal y una visión a largo plazo.

Un ejemplo es Huawei, que ha liderado el despliegue mundial de la infraestructura 5G y parece encaminada a repetirlo con la 6G. DJI controla más del 70% del mercado mundial de drones. CATL y BYD son dos de los mayores productores mundiales de baterías para vehículos eléctricos y ofrecen alternativas a los modelos estadounidenses más seguras y baratas. No sorprende que en 2024, casi la mitad de las ventas de automóviles en China hayan sido de vehículos eléctricos, contra aproximadamente el 10% en Estados Unidos.

La respuesta del presidente estadounidense Donald Trump al ascenso económico de China y al declive de la industria fabril estadounidense ha sido alzar un muro arancelario en torno a la economía de su país. Pero la aleatoriedad con que aplica sus aranceles, afectando por igual a amigos y rivales, debilita (tal vez, en forma inexorable) cualquier argumento económico para utilizarlos.

Cuando el 2 de abril Trump anunció el programa arancelario más amplio desde la década de 1930 (con un arancel mínimo del 10% a todos los productos importados y aranceles «recíprocos» a casi todos los socios comerciales), China tomó represalias de inmediato, y los mercados financieros mundiales se desplomaron. En el lapso de una semana, los rendimientos de los bonos del Tesoro estadounidense se dispararon; Trump vaciló, y puso en pausa los aranceles recíprocos durante noventa días (exceptuando por supuesto los aplicados a las exportaciones chinas, que aumentó, en una escalada retributiva).

Después de eso, Estados Unidos y China acordaron una reducción temporal mutua al 10% (con lo que la tasa arancelaria efectiva de Estados Unidos sobre los productos chinos se reduce al 30%, al combinarla con gravámenes anteriores), que durará también noventa días y durante la cual se buscará negociar un acuerdo comercial a largo plazo. Pero la administración Trump todavía enfrenta el desafío de hallar una respuesta a prácticas comerciales que se consideran injustas, a acusaciones de violación de propiedad intelectual y a la creciente dependencia estadounidense respecto de los productos chinos.

Estados Unidos no está solo. El modelo de crecimiento chino basado en inversiones ha sido mucho más exitoso de lo que el gobierno chino hubiera sido capaz de imaginar. Hoy el país produce alrededor del 52% del cemento mundial, controla más del 80% de la fabricación de paneles solares y tiene capacidad para armar casi 40 millones de vehículos con motor de combustión interna al año. Una buena parte de esta producción fluye a los mercados emergentes: las exportaciones chinas a estos países han crecido a más del doble desde 2017.

China tuvo que reorientar hacia el exterior su enorme exceso de capacidad industrial cuando los cambios demográficos y el éxito de sus políticas de urbanización provocaron una desaceleración del crecimiento, a mediados de la década de 2010. La demanda interna perdió ímpetu, los desarrolladores inmobiliarios siguieron construyendo más de lo necesario y los gobiernos locales se sobreapalancaron. Además de presiones deflacionarias persistentes y de un exceso de oferta inmobiliaria basado en el endeudamiento, el ahorro nacional de China equivale al 44% del PIB, mientras que la prestación pública de servicios sociales (que tendría capacidad para aumentar el consumo privado) sigue siendo insuficiente.

En vista de ello, la administración Trump debería buscar un acuerdo con China menos centrado en el comercio y más en reorientar de la exportación a la demanda interna la enorme capacidad industrial china. Al mismo tiempo, debería fomentar la competitividad local, apoyando la investigación y el desarrollo y la innovación científica en lugar de desfinanciarlas. Pero hasta ahora, la única herramienta que Trump parece dispuesto a usar para remodelar la relación sinoestadounidense es la aplicación de aranceles económicamente disruptivos. Sin embargo, en la medida en que puedan ser útiles para negociar con China, a Estados Unidos le convendría más crear con México y Canadá una unión aduanera de América del Norte, con un arancel externo común para todos sus miembros. Este nuevo marco mejoraría la coordinación y competitividad regionales y daría al bloque una ventaja estratégica en las negociaciones comerciales.

En un estudio reciente, Pedro Noyola y Jamie Serra Puche señalan los beneficios de sustituir el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T MEC) por una unión aduanera. Con esta modificación se eliminarían las ineficiencias de los controles de origen dentro de América del Norte, se reducirían los costos de transacción, y la región se convertiría en una zona económica única. Combinando la mano de obra y las ventajas geográficas de México, la tecnología, el capital y la capacidad productiva de Estados Unidos y la energía y las materias primas de Canadá, el bloque se convertiría en un lugar atractivo para las cadenas globales de suministro y acrecentaría su influencia sobre los socios comerciales (en particular China, pero también otros países y bloques).

El T MEC, que sustituyó al Tratado de Libre Comercio de América del Norte original de 1994 al final del primer mandato de Trump, tenía como objetivo disuadir a las automotrices estadounidenses de seguir invirtiendo en Canadá y México, mediante un aumento del contenido local obligatorio de los vehículos del 62,5% al 75%. Pero en vez de eso, la integración regional se profundizó, conforme los fabricantes de autos (incluidos ajenos al T MEC) reestructuraron las cadenas de suministro para cumplir las nuevas reglas mientras mantenían o ampliaban sus operaciones en la región.

Al mismo tiempo, los aranceles estadounidenses a los productos chinos aceleraron el nearshoring a México. Sólo en los tres primeros trimestres de 2024, la inversión directa china en el sector automotriz mexicano creció más de un 86%, hasta los 3500 millones de dólares. En los últimos tres años, la cantidad de empresas chinas en parques industriales mexicanos se duplicó.

El gobierno estadounidense ha expresado inquietud por la capacidad limitada de las herramientas comerciales actuales para gestionar la inversión extranjera y alcanzar los objetivos de las políticas. Una unión aduanera norteamericana, con un arancel externo común y una política comercial unificada, ayudaría a resolver estas asimetrías y reforzaría la vigilancia de cadenas de suministro de terceros países. Mientras Trump trastoca viejos acuerdos comerciales y trata de restablecer la relación sinoestadounidense, los tres países de América del Norte deberían encarar la primera revisión obligatoria del T MEC en 2026 con la mirada puesta en este objetivo.

Adriana Matadamas contribuyó a este comentario.

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