Por eso no nos quieren

Viajar por avión me causa gran inquietud, no por el miedo a volar sino por todo lo demás que conlleva el viaje. Eso de quitarme los zapatos y que me revisen como a un delincuente no es de mi agrado. Ser seleccionado “aleatoriamente” cada vez no puede ser tan aleatorio, después de todo soy salvadoreño, de esos, los siempre sospechosos de todo, de los primeros en sacar el cuchillo.

Pero uno se acostumbra.

El problema es cuando esa costumbre doblega al individuo y los hace aceptar cualquier tipo de vejámenes. Mis viajes son cortos, al mandado y no al retozo. A los gringos en migración les inquieta que no lleve más que la maleta de mano. Cuestionan la veracidad de mis respuestas cuando digo que no llevo comida. ¿Pollo o queso? -me preguntan. Y no me causa gracia que nos generalicen, aunque entiendo que la gente allá, privada de estos manjares y como no puede venir acá, añora la comida y la pide a sus familiares.

Entiendo también que hay gente que aunque haya vivido fuera del paí­s por mucho tiempo no se le quita las costumbres feas que le han dado fama al salvadoreño emigrante, es decir, las malas costumbres. Es un vuelo corto de Miami a Comalapa. Faltan veinte minutos para embarcar. La gente se comienza a aglomerar al rededor del mostrador. La voz de la anunciante del vuelo suena por los altavoces de nuestra puerta de embarque y le pide a la mancha de gente que tenga la bondad de sentarse hasta que se llame a su grupo. Dos o tres personas acatan las indicaciones, el resto ignoran a la mujer quien, a la vez, le pide a su colega que haga el llamado nuevamente. El colega hombre y blanco lo repite con voz firme en un español insí­pido y la gente, al ver al gringo hablando fuerte, acata las instrucciones y se va a sentar.

Pocos minutos pasaron y las personas comenzaban a regresar tal como si nada y los anunciantes repetí­an que se sentaran, sin acierto. Le tocaba el ingreso por grupos al Grupo 4. Me pareció una escena de alguna parada de microbuses de la 140: la señora empujando a sus hijos al frente, regañándolos; el viejito con su gran maleta renegando, niños gritando, el otro masticando su hamburguesa y yo echándome el rollo pensando “por eso no nos quieren”.

Como etnógrafo me gusta ser de los últimos en abordar y observar lo que pasa en el avión. Tres niñas obesas no caben en su fila y no paran de comer. Lo triste es que estas 3 niñas son la norma en muchas ciudades de Estados Unidos. ¿Cómo es posible que sus padres no se dieran cuenta que estas niñas tragaban y tragaban y se engordaban más con cada bocado? Uno como adulto debe controlar la nutrición de sus hijos. ¡Una niña de 7 años no tiene la libertad para manejar su auto e irse a comprar la grasosa hamburguesa! La obesidad no es una epidemia, como algunos quieren hacer creer para justificar el consumo inadecuado de comida.

El avión llega a Comalapa y se oye la voz que instruye a mantenerse sentados con el cinturón abro… ya la mayorí­a de pasajeros estaban de pie sacando sus maletas y al salir se empujaban los unos con los otros como si fuera una carrera. Veo el reguero que dejaron estas chicas y me acuerdo de aquella frase salvadoreña clasista y mediocre: si para eso les pagan, para que limpien.

Eso no es ser salvadoreño. El no acatar instrucciones básicas, el ser sucio y el referirse a los hijos con palabras soeces no deberí­a ser la norma de la postal que se quiere presentar en el exterior. Los niños imitan el comportamiento de los adultos y si no se rompe esa cadena maldita de comportamientos champero-clasistas y conformistas, nos seguirán viendo de menos en el exterior y seguiremos alimentando el pensamiento que por eso no nos quieren.