En los últimos días, Los Ángeles ha sido escenario de una alarmante escalada de tensión provocada por la ofensiva del gobierno de Donald Trump contra la comunidad inmigrante.
Por Néstor M. Fantini.
En los últimos días, Los Ángeles ha sido escenario de una alarmante escalada de tensión provocada por la ofensiva del gobierno de Donald Trump contra la comunidad inmigrante. Desde el viernes 6 de junio de 2025, cuando se realizaron redadas en distintos puntos del centro de la ciudad, miles de personas han salido a las calles para protestar, de forma mayoritariamente pacífica, contra las detenciones de hombres, mujeres y niños cuyo único ´crimen´ fue migrar a Estados Unidos en busca del Sueño Americano. Lo que comenzó como una expresión de rechazo a la brutal política de deportaciones se ha convertido en una confrontación abierta entre el autoritarismo presidencial y el alma democrática de una ciudad que se niega a rendirse.
Las redadas, llevadas a cabo por agentes del ICE con apoyo logístico de otras agencias federales, marcaron el inicio visible de una nueva fase en la política migratoria de la Casa Blanca que incluye una cuota de deportación de 3,000 inmigrantes indocumentados por día. Este objetivo no solo es desmesurado en términos logísticos, sino que representa una estrategia calculada para sembrar miedo. Trump, con su habitual retórica incendiaria, declaró que busca “liberar a Los Ángeles de la invasión inmigrante”, en un eco siniestro de discursos nacionalistas extremos del pasado.
La militarización no se hizo esperar. El presidente ordenó el despliegue de 2,000 miembros de la Guardia Nacional y sugirió que infantes de Marina podrían ser enviados para controlar las manifestaciones. Horas después, los soldados y sus vehículos blindados aparecieron en la geografía de la ciudad. Un escenario provocativo que generó más tensión y motivó que la alcalde de la ciudad y el gobernador del estado pidieran el retiro de las fuerzas militares.
Las protestas han sido, en su gran mayoría, pacíficas. Multitudes intergeneracionales y multirraciales han marchado con carteles y consignas en defensa de los derechos humanos. Sin embargo, pequeños grupos ajenos a los movimientos organizados protagonizaron episodios aislados de violencia. Estos incidentes, aunque minoritarios, fueron explotados mediáticamente para justificar una escalada represiva aún más dura.
Pero que quede claro, el verdadero objetivo del gobierno federal va más allá de la temática migratoria. Con esta campaña de terror, Trump pretende debilitar a gobiernos locales y ciudades santuarias que han optado por defender a sus comunidades en lugar de colaborar con políticas que consideran inmorales e ilegales. Altos funcionarios de la Administración Trump amenazaron públicamente con arrestar al gobernador Gavin Newsom y a la alcaldesa Karen Bass por “obstruir la justicia federal”. Este tipo de declaraciones no solo son inéditas, sino peligrosamente autoritarias.
La ofensiva contra la comunidad inmigrante se da en un contexto de agresión contra otras instituciones de la sociedad civil como firmas de abogados que son consideradas hostiles al régimen, universidades acusadas de permitir el antisemitismo, y medios de comunicación críticos del gobierno. Se los amenaza con auditorías, con bloquearles fondos federales y se arman campañas de desprestigio. Es evidente que cualquier institución que ofrezca una narrativa distinta a la oficial es ahora blanco de sospecha.
A un nivel aún más preocupante es que la Administración Trump está buscando formas de evadir o ignorar los fallos de jueces federales que han declarado ilegales varias de sus órdenes ejecutivas. Al hacerlo, en vez de promover el Estado de Derecho, la Administración parece decidida a imponer su voluntad a través del caos. Un caos que en California se traduce con la amenaza de declarar la Ley Marcial.
Trump ha fabricado el desorden y ahora intenta erigirse como el único capaz de restablecerlo. Esta táctica, crear el problema para justificar soluciones autoritarias, es bien conocida. Se ha usado antes, en otros contextos históricos, con consecuencias devastadoras. Lo que está en juego aquí no es solo la situación de los inmigrantes, sino el futuro mismo de la democracia estadounidense.
Los Ángeles ha sido elegida como blanco no por casualidad. Es una ciudad símbolo: diversa, solidaria, multicultural y profundamente comprometida. Representa todo lo que Trump desprecia y teme. Por eso quiere doblegarla. Por eso quiere intervenirla.
Pero Los Ángeles resiste y en la calle la ciudad ha dicho “no” al odio, al miedo y a la sumisión. Esa resistencia pasiva necesita ser replicada en todo el país, sin violencia pero con la convicción moral de saber que se está del lado correcto de la historia. Porque lo que hoy ocurre en California, mañana puede ocurrir en cualquier otro estado.
Es hora de que la nación despierte. Es hora de que todos los sectores democráticos, independientemente de sus banderas políticas, denuncien y detengan esta deriva autoritaria. Lo que se juega no es una batalla partidaria. Es el alma de una nación que siempre se ha definido, al menos en el discurso histórico, como tierra de libertad y oportunidad.