¿La integración ha resistido. Ahora debe reescribirse?

Primera Carta: Silencios presidenciales y la paradoja de la integración centroamericana.

Por José María Pardeiro.

Centroamérica, ese pequeño y denso territorio que alguna vez fue imaginado como federación, sigue atrapado entre la ilusión de lo que quiso ser y la realidad de lo que es. Desde una mirada externa rigurosa y respetuosa, resulta evidente que, mientras los engranajes económicos avanzan con determinación, el componente político del SICA se mantiene en estado somnoliento, cuando no totalmente ausente.

El SICA constituye uno de los proyectos institucionales más ambiciosos de la región, con un andamiaje jurídico propio. El Protocolo de Tegucigalpa (1991) y sus desarrollos establecieron un marco jerarquizado, coherente y progresista (Salazar Grande & Ulate Chacón, s.f.; Perotti et al., s.f.). Los principios de concertación política, solidaridad y desarrollo sostenible forman parte del núcleo doctrinal, también presente en manuales locales especializados (Biblioteca Digital/Asamblea Legislativa de El Salvador).

SICA. Foto: Cortesía.

Pero, como señala Nohlen (2012), sin una cultura política activa, cualquier institucionalización se resquebraja. Pese a que los órganos técnicos del SICA —como la SIECA, el CMCA o la SISCA— mantienen cierta operatividad, la Reunión de Presidentes (art. 14, Protocolo de Tegucigalpa) ha dejado de ser un espacio de deliberación estratégica y se ha transformado, con frecuencia preocupante, en un ritual estéril (Estado de la Región, 2025).

Esta ausencia no es solo física; es conceptual. La figura del presidente como garante de la comunidad regional ha sido sustituida por un enfoque administrativo donde las decisiones trascendentales se postergan o se diluyen en comunicados neutros. Se ha configurado una especie de vacío performativo: se convoca sin dialogar, se aprueba sin debatir y se consiente sin comprometerse. En términos de legitimidad, esta práctica erosiona la dimensión política del sistema y consolida una cultura de la evasión, donde la integración deviene en rutina burocrática más que en voluntad transformadora. Como advertía Giovanni Sartori, las instituciones no se degradan por lo que hacen, sino por lo que dejan de hacer en el tiempo que les corresponde hacerlo.

Desde la sociología política regional, el análisis de O’Donnell (1999) describe Estados funcionalmente formales pero políticamente vacíos, y eso mismo se puede observar en una “integración administrada”: útil en lo técnico, pero sin alma en lo político (Estado de la Región, 2021–2025). Paralelamente, Wallerstein ya había alertado que sin un proyecto político claro, cualquier estructura corre el riesgo de ser subordinada a realidades dominadas por el mercado o la seguridad.

En este contexto, la región enfrenta una integración carente de densidad estratégica, dominada por intereses de corto plazo y mecanismos de mera supervivencia institucional. Los jefes de Estado han dejado de ejercer el liderazgo político indispensable para impulsar transformaciones estructurales, mientras que parte del aparato institucional del sistema permanece inoperante o reducido a funciones de gestión mínima. De este modo, el regionalismo centroamericano se mantiene en un equilibrio precario, más sostenido por el peso de los compromisos formales acumulados que por una visión estratégica compartida o por un impulso renovador desde las esferas de conducción política.

En este contexto, la región enfrenta una integración carente de densidad estratégica, dominada por intereses de corto plazo y esquemas de supervivencia institucional. Lo que Guillermo O’Donnell conceptualizó como “democracia delegativa” a nivel nacional, se manifiesta aquí como una “integración delegativa”: los jefes de Estado delegan la conducción del proceso a cuerpos técnicos funcionales, pero desprovistos del respaldo político suficiente para ejecutar transformaciones estructurales. Como consecuencia, el regionalismo centroamericano se presenta como una arquitectura institucional operativa, pero sin un alma deliberativa, sostenida más por la inercia normativa que por una visión compartida de futuro. En perspectiva histórica, esta desconexión entre forma jurídica y contenido político remite, salvando proporciones, a los frustrados intentos unionistas del siglo XIX, donde la falta de liderazgo comprometido derivó en una fragmentación persistente y en la pérdida de impulso histórico para la integración regional.

Banderas de países que conforman el SICA. Foto: Cortesía.

En este marco, han comenzado a emerger propuestas de carácter jurídico-político orientadas a una revisión constitucional del sistema de integración. No se trata de una ruptura, sino de una evolución institucional hacia una Unión Centroamericana dotada de mayor eficacia política y solidez jurídica, en línea con la tradición del derecho comunitario (Rosales Leiva, 2014; CEPAL, 2014). Entre estas iniciativas destaca la propuesta de reforma del Protocolo de Tegucigalpa presentada por la Vicepresidencia de la República de El Salvador durante la Cumbre del SICA celebrada en 2022 en Santiago de los Caballeros (Ulloa, 2023; Estado de la Región, 2025), que plantea actualizar el marco institucional para dotar al sistema de mayor capacidad de respuesta y legitimidad democrática.

Este enfoque —poco narrado, pero persistente en círculos académicos y diplomáticos— responde a la lógica teleológica del Derecho de la integración: no es suficiente con la existencia de normas, si no están respaldadas por voluntad política común (Manual de Derecho Comunitario Centroamericano, Córdova Macías, 2023).

De ahí que los esfuerzos por revisar el pacto fundacional del sistema —desde una lógica interna, respetuosa y evolutiva— no deban interpretarse como una ruptura, sino como el ejercicio legítimo de adaptación institucional ante nuevas condiciones históricas. Como señaló Ernst-Joachim Mestmäcker, la integración regional es un proceso “más político que jurídico, aunque expresado jurídicamente”, lo que implica que su vitalidad depende del equilibrio entre norma y voluntad, entre legalidad y legitimación. La propuesta —no siempre visible, pero sí latente— de avanzar hacia una forma institucional superior de integración, donde converjan soberanía compartida, competencias claras y una ciudadanía regional efectiva, no es un sueño romántico, sino una consecuencia lógica del derecho de integración bien entendido.

Así, la posibilidad de “refundar sin romper” se revela como una vía madura para la región. No como síntoma de debilidad institucional, sino como acto de madurez democrática. Esta reforma implícita del Protocolo busca fortalecer la estructura regional, incrementar su legitimidad política y situarla de forma proactiva ante desafíos globales crecientes, sin alteraciones drásticas ni rupturas abruptas.

Sin embargo, la eficacia de cualquier reforma depende de la voluntad de los jefes de Estado. Mientras estos se ausenten o mantengan una politización mínima, el sistema seguirá funcionando a ritmo tecnocrático, sin dirección estratégica ni real compromiso regional. El silencio político pesa más que cualquier veto jurídico.

En los convulsos años veinte del siglo XXI —con crisis múltiples y amenazas a la democracia en ascenso—, el desafío centroamericano es claro: demostrar que puede transformarse para actuar con unidad, soberanía compartida y proyección histórica, sin renunciar a su diversidad ni a sus raíces.

Centroamérica ha demostrado, una y otra vez, una notable capacidad para resistir, adaptarse y recomponerse frente a escenarios que habrían desbordado a otros procesos regionales. Su gente, sus instituciones y sus tradiciones políticas —por imperfectas que sean— han sabido sostener el ideal integracionista incluso en momentos de polarización, crisis fiscal, migraciones forzadas y deterioro ambiental. Esta resiliencia no es menor: es prueba de que el proyecto sigue vivo, no por inercia, sino por pertinencia. En ella se encuentra el germen de una segunda etapa, más madura y audaz, que puede traducir el cansancio institucional en energía reformadora, y el escepticismo social en una renovada demanda de integración con rostro humano, visión estratégica y vocación democrática.

La integración ha resistido. Ahora debe reescribirse.


Referencias

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