La democracia intoxicada

"Muchas sociedades parecen tropezar una y otra vez con la misma piedra: la tentación de entregar el poder a dirigentes de mano dura": Francisco de Asis López.

Por Francisco de Asis Lopez Sanz.

En tiempos de incertidumbre, muchas sociedades parecen tropezar una y otra vez con la misma piedra: la tentación de entregar el poder a dirigentes de mano dura. Remedio erróneo como ya nos avisó San Ignacio: “En tiempos de desolación no hacer mudanza”. Esta desesperación por una autoridad firme se vende al electorado como una solución rápida a problemas sociales muy profundos y complejos tales como la inseguridad, la corrupción, o la pobreza. Sin embargo, como en el inquietante cuento de Robert Louis Stevenson “El diablo en la botella”, lo que se compra con entusiasmo termina por convertirse en una maldición. Al final, ya nadie quiere la botella, pero deshacerse de ella exige un precio que pocos están dispuestos a pagar.

Esta novela de Stevenson narra la historia de una botella con un genio maligno en su interior que concede todos los deseos a su poseedor, con una sola condición: debe venderse por un precio menor al que se compró, de lo contrario, el alma del propietario quedará condenada en la eternidad. La metáfora es poderosa. En el contexto político, esta botella representa el voto democrático, que se ejerce con la esperanza de que un líder fuerte arregle todo lo que está o nos parece roto. La promesa inicial resuena irresistible: orden, progreso, justicia, seguridad. Poco a poco, no obstante, las sociedades descubren que estos líderes empiezan a reescribir las reglas del juego, a consolidar su poder, a restringir libertades y a alimentar una narrativa de enemigo interno-eterno. Ya no hay vuelta atrás. El precio ha bajado tanto, que ya nadie quiere comprar esa democracia intoxicada por el autoritarismo.

Lo más alarmante no es solo la recurrencia del fenómeno, sino su creciente aceptación. Desde América Latina hasta Europa, pasando por Asia y África, los votantes han elegido, una y otra vez, a figuras que prometen fuerza más que diálogo, orden más que derechos, resultados rápidos más que instituciones sólidas, haciendo caso omiso a una, diríamos, profecía de uno de los padres fundadores de Europa, Jean Monnet: “Nada es posible sin los seres humanos y nada perdura sin instituciones”. Estos dirigentes mediáticos y tuiteriteros sociales, no siempre llegan al poder mediante un golpe de Estado. Al contrario: se visten de demócratas, ganan elecciones limpias (o casi limpias), y luego, botella en mano, comienzan a cumplir deseos y anhelos sociales que aparecen de manera mágica al principio.

En esta transacción simbólica, el pueblo entrega su confianza y su temor al candidato de mano dura, esperando que lidie con los demonios reales o imaginarios que amenazan a la sociedad. Pero, al igual que en la novela, cada nuevo deseo concedido por la botella tiene un precio. ¿Quieres seguridad? Pierdes privacidad. ¿Quieres castigo inmediato para los corruptos y demás delincuentes? Pierdes debido proceso. ¿Quieres eficiencia? Pierdes participación. Cuando la sociedad se da cuenta del precio que ha pagado, ya es tarde. La botella ha pasado de ser mágica a ser maldita. Pero venderla de nuevo, es decir, recuperar una democracia funcional, requiere una voluntad colectiva enorme, un nivel de conciencia política que escasea y un sacrificio que muchos no están dispuestos a hacer.

Peor aún: en muchos casos, ya no hay nadie que quiera comprar esa botella. Las nuevas generaciones crecen en un entorno donde la democracia suena como una palabra vacua y vacía, desacreditada por años de promesas incumplidas y líderes cínicos. La idea de que el poder puede estar limitado, que el disenso es legítimo y que las instituciones pueden corregirse a sí mismas, parece una utopía irreal en comparación con la presunta eficacia, que no eficiencia, inmediata y brutal, del autoritarismo.

La historia de la botella de Stevenson termina con una última venta que ocurre casi por milagro. Pero en la vida real, los milagros escasean. Si las sociedades siguen eligiendo el camino fácil de los líderes que prometen todo sin dar explicaciones, corren el riesgo de quedarse atrapadas con la botella para siempre. Y cuando ya no haya nadie dispuesto a comprarla, cuando todos los puentes hacia la deliberación, la institucionalidad y la pluralidad estén rotos, la maldición se volverá permanente.

Lo paradójico es que la democracia, esa botella mágica que puede transformar sociedades si se maneja con responsabilidad, termina en manos de quienes no creen en ella. Y cuando se quiere devolver, cuando se busca recuperar la esperanza, ya nadie está dispuesto a pagar el precio de volver a empezar que por cierto históricamente ha sido la penitencia que El Salvador ha venido arrastrando a lo largo de su historia e intrahistoria.