"Y está, también, esa proscrita e impía necedad de querer imputarle a febrero la más dolorosa lágrima heredada": René Martínez Pineda.
Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1
Esa manía cacofónica de recurrir a la prueba del puro para que la memoria regrese, desnuda, a nuestros brazos, es la táctica infalible para no dejar chiflando en la loma al país bonito y perfumado que soñamos construir, luego de barrer los escombros de la sangre que fue derramada, con dolo y desprecio, por los traidores y sus testaferros, esos que defienden el crimen con la coartada garantista del carroñero.
Eso de andar de cachete embarrado con la floripundia, y dibujar el sabor rojo fornicario del regocijo de la luna en cuarto creciente; y nadar chulón en los ríos de arrepentimiento de la Malinche; y eso de huir, con rumbo desconocido, al oír los pujidos sin orgasmos colectivos, ni leche de caridad, y encontrarse, de pronto, absolutamente solo en el laberinto de la soledad… y, peor aún, eso de hacer que brille el sol por la noche para presentirla, total, como un inofensivo manto que destierra al cangrejo y a la herida… todo eso es un acto de rebeldía suicida que emula el coraje del cerezo de invierno, o es la canción desesperada del romántico que anda en busca del trago de las cinco de la mañana para quitarse la goma.
Y está, también, esa proscrita e impía necedad de querer imputarle a febrero la más dolorosa lágrima heredada… o sea toda la miasma que nos tenía con los ojos cerrados y las venas abiertas. Pero tenía que sonar la alarma del reloj de flores para decirnos que ya es hora de ir a la calle a repartir diplomas con mensajes extraños: mención honorífica al imbécil ponzoñoso que sólo conoce el sabor del esputo hepático; cum honorífico a los ochenta y cuatro diputados del apocalipsis del pasado, que se graduaron de la maestría en criminalidad contra el pueblo. Como diploma de consuelo quedan archivadas: las notas de tres cretinos exquisitos, para apurar la hora del café que se toma, con tedio mortal, en la terraza engorrosamente llena de sicarios con fuero. Y es que, eso de andar de pispireto con la Fernaldía, te pasa la factura en el dormitorio, noche o temprano, y entonces sólo queda escribir un poema de amor, sin destinatario ni remitente, para poner en su lugar a los tres chiflados de la política, y escribirlo como si fuera una misión inalienable y drástica.
Claro está que, por aquello de la dialéctica de la sopa de patas en ayunas, serán mencionados, por orden alfabético: los nauseabundos escritores que se dejan sodomizar por las reglas de la gramática y las normas APA; los cobardes que usan, a destajo, la máscara roja de Poe; los poetitas de los victimarios que se oponen a todo y a todos, sólo porque sí; los purulentos líderes populares que no predican la austeridad de Pepe; los esbirros enfermizos que, vitoreando los resultados de una encuesta amañada con las patas, toman atol de sangre ajena y, alternadamente, leen la Constitución y la Biblia; los camaleones monótonos y concordantes con su propia sombra; las culebras asexuadas que son igualitas, en su reptar sigiloso, a los ángeles caídos que conspiraron, de buena gana, para mancillar el desierto en el que deambulan, a la deriva, las almas de las víctimas sin victimarios.
Sin embargo, tenía que llegar el día en el que el pueblo pusiera los puntos sobre las “íes”, para impedir que, como acto negacionista, los infames y sus testaferros siguieran en eso de traicionar las palabras de las víctimas; para impedir que los zopes que vuelan sobre las precandidaturas, las dejen a merced de la lengua del victimario, justo en medio de un huracán sin ojo; para impedir que los que trafican con la democracia, las vendan, al peor postor, en los mercados tramposos que extraen, de contrabando, la densa sangre del pueblo para mendigar donaciones y laureles. Como resultado de la prueba del puro hecha en las urnas: se borrará el camino de ladrillos amarillos que el cronista de la muerte mandó a construir frente a su casa, la que, como augurio, fue erigida sobre una letrina suntuosa; quedará en el olvido, el tránsfuga de la utopía social que compra ropa cara, paliativa y vergonzosa, como táctica para disimular sus manos de azadón, su aliento a cobre y sus cicatrices de hambre en tiempo presente, siempre presente, y eso es inevitable, porque es cómplice del vacío que asesina por omisión con conocimiento de causa.
Y es que eso de andar de manita sudada con el ciprés sin dignidad; y de dibujar el sabor de los cementerios que niegan a sus muertos, para no pagar impuestos ni condenas puntuales, algún día tenía que acabar.