"El sindicalismo se convirtió, en los últimos treinta años que vivimos en peligro, en un instrumento de corrupción, partidarismo, oportunismo" : René Martínez Pineda.
Creado para proteger al trabajador de los abusos del patrono, y para asegurarle a aquel condiciones laborales dignas, el sindicalismo se convirtió, en los últimos treinta años que vivimos en peligro, en un instrumento de corrupción, partidarismo, oportunismo y, para terminar de joder -diría, mi abuela- en la partera empírica de una élite intocable de dirigentes vitalicios que, rascándose los huevos y la panza, no se sienten culpables, ni mediocres, por no haber dejado ningún legado histórico a sus agremiados y, mucho menos, a los trabajadores en general. Hay que añadir que, en muchos casos, los sueldos y las prestaciones de las que goza esa élite de dirigentes vitalicios, pueden llegar a ser hasta diez o veinte veces más altos que los del trabajador con salario mínimo, al que siempre se trata de movilizar y agitar para defender, en la calle, dichos privilegios y salarios elevados, con la coartada de que son parte de la lucha por los derechos de la clase trabajadora. Esa es una manipulación inicua, esa es la coartada de la sinécdoque política: tomar la parte como si fuera el todo.
Nacido, simbólicamente, en 1886, en Chicago -a fuerza de sangre, luchas históricas, masacres salvajes y líderes incorruptibles- como una organización de clase social (la clase obrera, al principio y durante la Revolución Industrial; la clase trabajadora en general, después), el sindicalismo (en el sector público, sobre todo) ha terminado siendo un gestor de patéticas élites vitalicias que, para su estricto beneficio, menosprecian o se aprovechan de los fondos públicos, al defender, por ejemplo, la cantidad excesiva de plazas en algunas instituciones del Estado, y defender -para ganar afiliados- a los trabajadores corruptos, haraganes o fantasmas (características, éstas, que no distinguen edad, sexo e ideología), en lugar de defender a los buenos trabajadores y, ante todo, a los usuarios del servicio público. A lo anterior hay que agregar que esa élite de rancia alcurnia se aprovecha de los aportes mensuales de los trabajadores y que cobra sin trabajar, amparada en un fuero sindical del que ha abusado para sentirse abusador, lo cual es un atentado contra los ideales de los líderes sindicales originarios que, a diario, sudaban ideales revolucionarios.
Aunque no hablo de todos, claro está, hoy vemos a trabajadores organizados para sangrar a otros trabajadores; para depredar los fondos del Estado sin pensar en el país, ni en el futuro de los niños, que son quienes lo heredarán; para defender el uso infame que los partidos corruptos les dieron a las instituciones públicas, repartiendo, como tarjetas de navidad, miles y miles de plazas innecesarias (la grasa del Estado) como cuotas políticas (instituciones con seis motoristas y sólo tienen un vehículo, por ejemplo); para defender los altos salarios y altas prestaciones en algunas instituciones (por lo general para el sector administrativo, como es el caso de Salud y, sobre todo, de Educación, en el que los profesores de aula -los guerreros de la pedagogía en tiempos difíciles, los héroes de la cultura en medio de la violencia- son tratados como peones mal pagados, cuando son ellos lo más importante y, por tanto, deberían tener salarios superiores a los de los trabajadores administrativos), con lo cual montan una suerte de jerarquía perversa entre los trabajadores. Ese dinero depredado por algunos sindicatos -en beneficio de sectores y cargos específicos-, nos pertenece a todos, y por tal razón esos actos de corrupción, disfrazados de reivindicaciones laborales generales, son un hecho que ronda lo perverso y pervertidor, lo que pone en evidencia una profunda crisis de legitimidad histórica del sindicalismo salvadoreño, crisis que los dirigentes tratan de ocultar en la secuela de las condiciones heredadas (crisis de la institucionalidad democrática) por tantos años de corrupción, impunidad y uso patrimonialista del Estado o, al menos, arbitrario e irracional.
Cuando se habla de la crisis de la institucionalidad democrática, nadie hace alusión al sindicalismo como algo simbólico, aunque éste es la expresión más maligna de ella, porque se trata de organizaciones que se supone deben defender los intereses de los trabajadores, no sólo los de su sector en detrimento de los otros. Producto del abuso de esos líderes vitalicios, y de defender a quienes no se debe defender para no ser cómplices de la corrupción propia y ajena, el sindicalismo salvadoreño no sólo está sumido en una crisis de legitimidad, sino que está en franca decadencia (desde mediados de los 90s en que permitieron la privatización de servicios públicos y pensiones), tanto ideológica como intelectual y política, pues sus dirigentes vitalicios (enarbolando la bandera de una revolución social de la cual no fueron protagonistas y que, además, no les conviene) han perdido -si acaso alguna vez los tuvieron- los principios, fines, utopía, talante e ideario del sindicalismo originario, ese tipo de sindicalismo que debería resucitar de entre las cenizas de los líderes corruptos, ese movimiento social aguerrido y utopista al que todos los trabajadores -sin distinción de sector- le debemos mucho en materia de salarios dignos, prestaciones socioeconómicas, derechos laborales, estabilidad y jornada laboral.
Y es que muchos de esos líderes sindicales que hoy se rasgan las vestiduras -cuando les dan un espacio en los medios de comunicación- afirmando que luchan contra la injusticia social y contra una dictadura que sólo existe en el ideario de su coartada política, son líderes que, pongamos por caso, les pedían -o piden- favores sexuales a las mujeres -o las extorsionan, mensualmente- a cambio de conseguirles una plaza en el gobierno. Casi todos los que forman esa élite vitalicia de líderes, jamás han luchado por prestarle un mejor servicio a los ciudadanos, como es el caso del sector salud.
En ese sentido, al convertirse algunos sindicatos en un tipo de organización social para las élites, y estar representados por dirigentes vitalicios que, en sus discursos revolucionarios sin revolución social, usan a cada momento la frase: “en defensa de la clase trabajadora”, en realidad son dirigentes que, con sus acciones, deterioran las condiciones de dicha clase, deteriorando al mismo tiempo el proceso de formación de una cultura política democrática que se convierta en un patrimonio de todos los ciudadanos. Es cierto que los gremios y sindicatos tienen derecho a defender su sector, pero no tienen derecho a afirmar que eso es una reivindicación general de la clase trabajadora, pues eso es, en palabras sencillas, una manipulación de los trabajadores que dicen defender.