Escrito en una servilleta: El precandidato.
Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1
Te levantas muy temprano, pero siempre te agarra la tarde ¡Puta, ya son las siete y media! gritas, como si te estuvieras dando una orden. Sales de tu guarida -en eso convierte su casa un mezquino- tratando de tapar tu ignorancia, tu mezquindad, tu avaricia, tu sentido del humor nazi, y tu falta de dignidad, con el aroma de la loción que, para parecerte a Carlos Denton I, compraste en ocho pagos. Venga por la cuota cada viernes santo, le dijiste, sin verla a los ojos, después de probar, con gula, todos los botes. Con sonrisa sarcástica, recordaste que no has pagado la camisa de marca que compraste, diez años atrás, para parecerte a aquel presidente excomulgado, por magnicida, antes de finalizar su mandato.
Vas impecablemente rasurado a las entrevistas y baby shower a los que, por lástima, te invitan; peinado simétricamente, raya a un lado del otro lado; bien planchadito, de la ropa y del cerebro; en las pausas comerciales, piensas en el daño que le causa el perro -un aguacatero con pedigrí falso- a la maceta de cactus que, con sarcasmo, te regalaron tus empleados “por ser el patrón más infame del país”, pero no entendiste el doble sentido de las espinas. Antes de que te den la palabra, te metes tres dedos en la nariz, y pareciera que te jalas el pedazo de memoria que te alega que nunca les has pagado las doce mil horas extras que, durante años, han trabajado sin protestar en ese tu emprendimiento de yuca con fritada de datos e ilusiones presidenciales que sólo tú, y tu blusa protocolaria atravesada por una banda con los colores de la bandera, se creen.
Respiras profundo para llenarte de fuerzas, o de resignación (eso sólo tú y tus encuestas de oropel lo saben) antes de entrar al carro. ¡Ojalá encienda esta mierda! piensas, con miedo, y la bocanada de aire que galopa por tu nariz, te alega que sigues mal de la sinusitis y del aliento. Escupes, por instinto, como si tuvieras asco de ti mismo, como si te quisieras deshacer de algo podrido que llevas dentro. Escupes de nuevo, pero el asco no emigra.
El interior del carro sabe a troika trasegado en una botella de tequila caro, y huele a perfume barato de mujer sin nombre ni código postal. Antes de introducir la llave, recuerdas que anoche llegaste a casa de madrugada, sin calzoncillo, sin dinero, sin papeles, sin víveres… sin nada más que tu aliento infame. Al tercer intento arranca, lo aceleras a foooondo para quitarle la tos al motor, en el límite de una neurosis que ignoran quienes buscaste para que te den “una candidatura por el amor de dios”. Antes de avanzar, una neblina gris sale del culo del carro con la intención de impulsarlo, y recuerdas que ya pasaron seis años y no logras levantar cabeza, ni meter mano en el dinero del pueblo. A las tres cuadras, te topas con una larga fila de mujeres bien pintadas, ansiosas y puntuales; una triste fila de mujeres aún más tristes, y esa imagen te hace saber qué día es. Es día de visita íntima en el cementerio, piensas, y suspiras hondo y, con perfidia, te acaricias el pantalón y el brasier, hasta que te invade un escalofrío feroz, e imaginas toda clase de cosas y casos con una rapidez digital, no obstante que el médico te dijo que tienes hemorroides en el cerebro y que por eso te duele tanto pensar.
Atrás van quedando -entre el frío y la fiebre que se ocultan al otro lado de la fila- los discípulos más fieles de la violencia y la impunidad que tú y tus cómplices crearon con una maestría que hace ver obtusa a Mary Shelley: los testaferros de los victimarios; los homicidas de pobres; los ladrones de los pordioseros y de los endeudados por el salario mínimo; los escritores en busca de jaula normada; los que mataron por amor al dinero ajeno; los que mataron por celos políticos; los locos de la perversidad medieval; los que, con cinismo, exigían la renta a quienes no tienen casa; los fornicarios predicadores de las malas nuevas del evangelio según Caín, que engordan el diezmo y nutren el derecho de pernada; los que le sacaron los ojos a los muertos, para que no fueran testigos de cargo; los que compraban jueces en el mercado de los especuladores.
Te estacionas en la oficina, en el último lugar disponible, y piensas que, cuando seas diputado para joder al pueblo, vas a tener reservado un espacio. Te bajas, te acomodas el saco y el hilo dental, te cercioras del brillo de los zapatos… y compras los periódicos para ver si –hoy sí- se ha podio derrocar a ese gobierno maldito que se robó las telenovelas de crímenes sin castigo; para ver si, por fin, el fuego de los victimarios y sus testaferros incineró edificios, niños y bibliotecas públicas; buscas, en la página de sociales, los últimos detalles de la visita de Pimpinela y los pormenores de la conferencia de prensa de la Celestina y los siete enanos; lees el pronóstico del partido del sábado; torturas el horóscopo para que te diga que mañana serás propuesto como candidato a diputado de los victimarios y abridor oficial de celdas; te saltas los muñequitos, nunca entiendes los chistes, debido a que tienes amputada la red que comunica los hemisferios cerebrales.
Cierras el periódico y cierras los ojos. En el ascensor, te topas con el jefe de fracción del partido que has escogido, por pequeño, para que te postule a un cargo, o te nombre presidenta alternativa de la república sin patria: buenos días señor doctor e ingeniero… buenos días a todos los jefes de fracción del mundo, gritas, con los brazos alzados y la cabeza hundida en el lugar en el que la espalda cambia de nombre. Y sonríes como tonto inconsolable… aunque no te devolvieron el saludo, sonríes.
Acomodas los ojos frente a la computadora que te han asignado para que manipules la verdad; desintoxicas tus dedos de florista, y no te despegas de ella durante ocho horas. Vuelves a casa temprano, por falta de dinero –lo gastaste anoche, ¿recuerdas?- y te sientas a ver el noticiero, pero las buenas noticias te amargan la cena. Y, al reflejo, te asomas a la ventana, pero no miras pasar a la señora fortuna, y apagas el televisor, con rabia, porque la prosperidad perdió tu dirección postal, y te resignas a creer que todo cambiará cuando seas diputado -o presidenta- y hagas que el pasado, vuelva a pasar, y te traiga regalos hasta la puerta de tu casa.
Algún día, primero dios, seré diputado e incluso hasta presidente, dices, y, frente a la estampita de Judas Iscariote, te persignas con la mano izquierda, aunque eres diestro, y le pides que te haga el milagrito del maná de votos sanguíneos; haces cuentas alegres mientras te rascas los huevos que casi rozan el piso y, ya estando en eso, te pones a jugar capirucho contigo mismo para hacer menos cruel los cien años de soledad que te esperan.