Escrito en una servilleta: El derecho a la sangre

"Cuando el país se sacudió a los políticos de la infamia, comprendí que sólo la placenta de un país justo tiene derecho a la sangre": René Martínez Pineda.

Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

Cuando el país nace, remotamente, y con muchas décadas de retraso (nueves meses nunca fueron una posibilidad natural o social, por eso de que el semen era ralo, el remitente huidizo y la partera era extorsionada), se revela como una luna que, con desenfado, se mece en la hamaca del imaginario, haciéndole un ladito al misterio azul del primer grito de independencia, esa algarabía vocinglera que no pasó la frontera de las amígdalas, y se convirtió, al final, en la profecía del caracol apático, sin aglomeraciones fraternas ni verdades ecuménicas bajo la sotana. Y aunque el país está dando sus primeros pasos en un laberinto de serpientes rudas (que ponen cara de indignadas al no saber cómo mudar de piel, sin dejar rastros), se mantiene intacto y limpio en el horizonte de las pestañas, no obstante haber sido parido en medio de un mar de sangre del que nadie reivindica sus derechos de autor, material e intelectual.

Cuando el país tardío recita, “el nido”, en su versión para mayores de edad, y lo hace sosteniendo el inquebrantable estómago que oponemos al hambre, sus versos son incomprensibles para el académico del alpiste que, citando mil autores que no comprende ni tiene la capacidad de imitar, habla de pensamiento crítico con la misma autoridad contradictoria de un cura ateo. Cuando el país del maquilishuat boreal, que inventamos en la noche de los cuchillos quebrados; cuando el país echa sus raíces en la diáfana vecindad del barro que, fetichizado, reverencia los pies descalzos de las que dejan su placenta en la entrada de la maquila, y saluda a los volcanes que braman salvaciones con unánime alegato… es el momento propicio para poner patas arriba el diccionario y los misterios dolorosos de los penitentes que nunca llegaron a la última grada del calvario.

Cuando el país drástico buscó, en su almario roto, la luz de la palabra concreta que, sin protocolo, fue transmitida desde la garganta, dejó de leer la crónica de muertes anunciadas; cuando el país misterioso reivindicó el derecho a soñar, la hechicera de la utopía social fue punto de partida y de llegada de la calentura que hace benignos los embrujos de la carne. El país que nació envuelto en los pañales de una resurrección innegociable, a pesar de que los monstruos del pasado custodiaban la cuna, tuvo como primer llanto imperativo: la posibilidad del amor y de la justicia social que lo amamanta.

Entonces, desde la hermenéutica de su tierra dolorida injustamente; desde la etnografía de las presencias y ausencias de la cultura que no se dejó pervertir ni convencer de que el crimen es bueno e ineludible; y desde la sociología interior que, sin temor ni máscaras, toma posición junto a las víctimas, surge la prodigiosa placenta del pueblo para alzar la voz y pregonar las mil y un profecías traídas, de contrabando, del futuro tumultuario que se expande como piedra angular, para que sobre ella los niños ejecuten la sinfonía inconclusa de la historia frustrada que triunfó, hasta el tercer día, para ser savia y semilla del fruto y la flor que reverencian al pueblo con su embrujo.

Cuando el país se sacudió a los políticos de la infamia, como quien se sacude las pulgas y garrapatas que se alimentan de sangre ajena y prematura, comprendí que sólo la placenta de un país justo tiene derecho a la sangre.