Escrito en una servilleta: El carroñero de los ojos negros (1)

"Por supuesto que puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que no existe eso que algunos llaman 'historia académica'”: René Martínez Pineda.

Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

Por supuesto que puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que no existe eso que, parando las nalguitas, algunos llaman “historia académica”, a la que presentan como una muchacha con el himen intacto y el pelo libre de polvo y paja. Los que sí existe son los historiantes titulados -que se creen los historiadores de Dios- que la falsifican, malean y maquillan a imagen y semejanza de los victimarios, de quienes son sus testaferros y prestidigitadores de la mentira.

Desde que los testaferros se encamaron con los mercaderes de la desigualdad social: empezaron a describir al pueblo como un montón de cadáveres precoces a la espera del médico forense que, sin verlos, les haga la autopsia y certifique, en el nombre de Dios, que están aptos para donar sus órganos a los mercenarios de los derechos humanos; empezaron a dibujar al pueblo como la amplísima espalda del esclavo que agradece los azotes; empezaron a tratar al pueblo como reo en fase de desconfianza.

Por supuesto que desde que los victimarios planificaron, a plena luz del día y bajo mis narices, crucificar al unicornio azul, en el cerro de la amargura, para idear una revolución sin cambios revolucionarios, la noche fue una muerte anunciada. Desde el preciso momento en que los herejes de la utopía colocaron la primera piedra del noveno círculo del infierno de Dante, empezaron a ver al pueblo como la fruta madura del jardín ajeno que no protesta si la cortan… o la agarran a pedradas; empezaron a ver al pueblo desde el balcón de la drástica expropiación de los hijos y las calles. Y, entre el pueblo y el balcón, el filo del cuchillo que no es catalogado como arma del delito en los juzgados sin castigo, porque el debido proceso era debido sólo para los victimarios.

Hace trece mil días, número de la mala suerte para las víctimas, los matarifes sociales también eran pueblo, ¡sí, eran pueblo!, pero con la coartada del estómago vacío que, para hacerse el loco, jugaba a las damas en el crucigrama del parque Libertad, le robaron la libertad a sus bancas, y cambiaron la hazaña política por la saña sanguínea, y de esa forma amedrentaron a los cesantes del neoliberalismo que no eran libres de comer a la hora que querían, lo cual fue una contradicción tan notoria como maligna, y además necesaria, en su plan de sangre que lograría que los sepultureros y los maquileros del miedo no quedaran fuera de lugar.       

Por supuesto que desde que aceptaron, de buena gana, comer de la mano del cementerio, los historiantes y cronistas de la ignominia se dedicaron a justificar el crimen sin castigo, porque vivían de las víctimas, y hasta tenían leves erecciones cuando las veían perdiendo la identidad en el laberinto de la identificación. Por supuesto que les encantaba ver a las personas humildes agachando la cabeza cuando leían las tres imperativas sugerencias a la entrada de la colonia; y tomándose la dosis diaria de violencia; y diezmando cada fin de mes en la iglesia de Barrabás y los santos del salario mínimo; y protestando en las encuestas y en los confesionarios, aunque sabían que eso era inútil; y puteando a los presidentes y diputados que le imputaban a ellas la culpa de todo. Pero, “no hay mal, que dure treinta y cinco años, ni cuerpo que lo resista, hijos de puta”.

Por supuesto que, desde que los carroñeros privatizaron la agonía del pueblo -con los fantasmas de las ongs fantasma-, cada fin de mes le daban besitos al estado de pérdidas y ganancias del que veían como el gran negocio del milenio: traicionar al pueblo y cederle los derechos de autor al victimario y, para rematar con broche de sangre, endiosarlo con reportajes que no sobreviven después del primer minuto, “total -pensaban- el pueblo es una manada de pendejos que no entienden nada de narrativas escatológicas”.

Por supuesto que la revalorización ampliada del capital de la traición, salía de las cuentas por pagar del pueblo, y éste las pagaba con cadáveres, día tras día, mes tras mes, año tras años, década tras década; o hacía abonos con las lágrimas de hiel de las madres y los niños. Sin embargo, como “a todo cuche le llega su San Martín”, si cae en domingo, las víctimas decidieron no seguir en guinda, no guardar silencio en la comunidad y en las urnas, no seguir haciendo muertos hasta en horas extras, para endulzarle la vida al carroñero de los ojos negros. Fue entonces que, respirando profundo, frunciendo las manos, apuñando el ceño y rechinando los ojos, los mandaron mucho a la mierda y con la cola entre las patas, cuando apenas iniciaba el paisaje de febrero y los bomberos se negaron a seguir lavando la sangre que se derramaba en las calles. Por supuesto que los victimarios, al ser ungidos por el faro del fin del mundo como “los ángeles de dios” que merecían que les besaran los pies, ellos empezaron a pasearse por las comunidades como si fueran los sacerdotes y pastores de la ermita de la carroña, y hasta leían las sagradas escrituras del crimen cuando las víctimas tenían los pelos de punta y eran colgadas como reses en el matadero de los huesos rotos. Y luego, abriendo de par en par sus ojos negros, se ponían a leer los dos mandamientos de la buena víctima que estipulan que: “no tendrás otros dioses delante de ti”, y “no darás testimonio contra tu prójimo”.