"Lo que hacemos con nuestro tiempo no solo construye nuestro presente, sino que moldea inevitablemente nuestro futuro": Francisco de Asis López.
Por Francisco de Asis Lopez Sanz.
En el trajín acelerado del mundo moderno, solemos hablar del tiempo como si fuera un recurso finito: “No tengo tiempo”, “Perdí tiempo”, “Me sobra tiempo”. Pero más allá de la agenda o el reloj, el tiempo puede entenderse como una forma de energía, una inversión silenciosa pero poderosa que da forma a los resultados de nuestra vida y de la sociedad. Esta visión no solo es útil en términos filosóficos, sino también profundamente práctica: lo que hacemos con nuestro tiempo no solo construye nuestro presente, sino que moldea inevitablemente nuestro futuro.
La conocida expresión “quien siembra vientos, recoge tempestades” encierra una sabiduría ancestral que nos recuerda las consecuencias inevitables de nuestras acciones. Aplicada al tiempo, esta frase adquiere una nueva dimensión. Cada minuto invertido en el odio, en la indiferencia, en la negligencia o en la violencia emocional hacia otros, se convierte en una semilla que, tarde o temprano, germina en caos. Del mismo modo, el tiempo que dedicamos al cultivo de la paz, el aprendizaje, la empatía o la cooperación produce frutos duraderos.
Esta concepción del tiempo como una energía transformadora encuentra una base científica en el pensamiento del físico y químico belga Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química en 1977. En su obra El nacimiento del tiempo, Prigogine propone que el tiempo no es una simple dimensión estática ni una ilusión matemática, sino una realidad dinámica e irreversible nacida de los procesos caóticos del universo. Para él, el tiempo no fluye por fuera de las cosas, sino que emerge del corazón mismo del cambio. En los sistemas abiertos, como los seres vivos o las sociedades humanas, el tiempo no solo pasa: estructura, transforma e impulsa.
Desde esta perspectiva, el tiempo no puede verse como neutral o pasivo. Cada decisión que tomamos, cada segundo malgastado o bien invertido, es una carga energética que lanzamos al mundo, con efectos multiplicadores. En la vida personal, esto es evidente: un padre o madre que “no tiene tiempo” para sus hijos siembra una distancia emocional que puede crecer en incomunicación. Un estudiante que posterga el estudio siembra la ansiedad de un examen mal preparado. Un jefe que no escucha siembra desmotivación que acaba en rotación y desinterés.
En la sociedad, el principio es igualmente potente. Cuando los gobiernos siembran políticas de exclusión, desatienden a los vulnerables o promueven el miedo, están sembrando vientos que, con el tiempo, devienen en tempestades: pobreza, violencia, polarización. Lo que parece una simple decisión administrativa es, en realidad, una forma de inversión energética colectiva con consecuencias futuras.
El tiempo como energía también nos obliga a revisar nuestras pequeñas elecciones diarias. ¿Cómo usamos nuestras horas? ¿En qué pensamientos y emociones depositamos nuestra atención? Si constantemente nos dejamos arrastrar por la queja, el miedo o la hostilidad, estamos sembrando energías que inevitablemente tomarán forma en nuestro entorno. No se trata de esoterismo, sino de responsabilidad: cada minuto tiene una huella, cada acción alimenta una consecuencia.
Vivimos rodeados de distracciones diseñadas para consumir nuestro tiempo sin ofrecernos nada a cambio. Redes sociales, consumismo fugaz, noticias tóxicas… En este contexto, tomar conciencia del tiempo como energía vital es una forma de resistencia. El tiempo no solo se gasta: se invierte, se cultiva, se orienta. Como enseñó Prigogine, el tiempo no es una línea muerta: es el motor mismo de la transformación.
“Quien siembra vientos, recoge tempestades” no es una amenaza, sino una advertencia lúcida. Si aceptamos que el tiempo es energía viva, entonces cada gesto cuenta, cada palabra construye, cada silencio también. La próxima vez que digamos “no tengo tiempo”, quizá deberíamos preguntarnos: ¿en qué estoy invirtiendo mi energía? Porque al final, el tiempo es el terreno fértil. Lo que sembremos en él —odio o compasión, caos o armonía— marcará inevitablemente la forma de la cosecha