El mago, el científico y la musa

Yo he observado, a lo largo de mi vida, que la muerte viene en tríos. Ahora se ha vuelto a cumplir.

Por Carlos Velis

La muerte es la gran paradoja. Sabemos que es la consecuencia última de la vida, que es inevitable, que no tiene día ni hora, pero pasamos por nuestra existencia sin tomarla en cuenta, viéndola de soslayo, como con disimulo. Hasta que alguien cercano llega a ese momento. Entonces, todo nuestro ser se cimbra, como por un mazazo sin piedad.

“Un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible de homicida, un empujón brutal te ha derribado”. Así define el poeta Miguel Hernández ese trance, el cual también se puede asumir como lo mismo que uno siente ante la inevitable ausencia del que no volverá nunca más.

Yo he observado, a lo largo de mi vida, que la muerte viene en tríos. Ahora se ha vuelto a cumplir. El pasado 9 de febrero murió Pedro Portillo, con quien cultivé una amistad de muchos años, ilusiones y experiencias artísticas. El día siguiente, partió al más allá, Héctor Samour, uno de mis maestros más brillantes, de aquellos que provocaban al alumno a reflexionar. Dos días después, se completó el trío con la partida de Thirza Ruballos, esposa y musa de mi buen amigo Carlos el Chino Figueroa.

Una hermosa trilogía de vidas, tan diferentes, pero reunidas por la paradoja de la muerte. Cada quien, especial y único, como es único el legado que nos donan. Pedro, el mago, que leía en las estrellas el alma de sus consultantes; Héctor, que explicaba a sus alumnos, que las estrellas eran cúmulos de galaxias; Thirza saludaba al sol y las estrellas, desde los lugares más bellos de la tierra en busca de su ser interior.

Pedro, el que no poseía nada por decisión propia, solo su alma generosa y buena. Una especie de reencarnación de Diógenes, el filósofo representante de la corriente filosófica del cinismo. Su sabiduría la reflejaba en su obra pictórica, donde contaba bellas leyendas ancestrales.

Héctor, el sabio que interpretó el pensamiento filosófico de la humanidad de Occidente. Dialogaba con Hegel, Marx, Zubiri y Ellacuría, de tú a tú. Así entregaba sus conocimientos en círculos de estudios filosóficos y, como un Sócrates actual, sacudía la conciencia de los jóvenes.

No conocí mucho a Thirza, más que a través del gran amor que se percibía en aquel círculo familiar y sus fotos en las redes sociales. Una mujer siempre joven, proyectando la energía de su interior, a través de sus meditaciones, una verdadera musa para el artista audiovisual, uno de los más importantes de nuestro país.

Ahora solo nos toca despedir a estas almas excepcionales y recibir con amor el legado que nos dejan. Y decir, con Rubén Darío: “Hoy, el mundo pesa menos”.