"Como docentes, tenemos la responsabilidad política ineludible de formar no solo profesionales competentes, sino ciudadanos críticos": Nelson López Rojas.
Por Nelson López Rojas.
En mi salón, cuando un estudiante que ha faltado todo el semestre decide aparecer en la última semana de clases, suelo bromear y pedir a todos que reciban al nuevo con un aplauso. Hay risas incómodas. Hay vergüenza. Y hay verdad. Ese gesto lúdico y cómico –casi un acto de stand-up pedagógico– revela la fragilidad del compromiso estudiantil y el valeverguismo de esta generación, pero también los malabares que hacemos los docentes para mantener la dignidad del aula frente al abandono, la presión, el chantaje emocional y los vaivenes de un sistema que, aunque a algunos les cueste admitirlo, funciona más por inercia que por convicción.
La escena es común: estudiantes que no asisten, no leen, no estudian, pero que sí aparecen mágicamente la última semana, con ojos brillosos y frases llenas de excusas. A veces vienen con propuestas culinarias: “¿Vamos a echarnos unos tacos?” A veces, con un toque de seducción. Y otras veces, acompañados de sus madres, que insisten en que sus “niños” –de 27 años– sí quieren graduarse, aunque el “niño” esté más interesado en irse del país y recibir su ciudadanía estadounidense que en asistir a clase.
¿Y qué decir del “yo pago, usted aprueba”; “yo le sonrío, usted me da el punto extra”; “yo me aparezco con mi mamá, usted me da otra oportunidad?”; “y si no puedo arreglar con usté, con quién hablo”. Son las “Karen” del sistema gringo. Ah, pero el que paga manda y los achichincles títeres del sistema temen que escale la situación y lleguen a oídos de los patrones que no quieren un espectáculo mediático.
Aunque esto parezca un artículo para quejarse de los estudiantes, no lo es. No. Es, más bien, una invitación a mirar con honestidad el sistema en el que enseñamos y aprendemos. Un sistema donde los valores del mercado se han filtrado tanto en la lógica educativa donde estudiar ya no es un acto de transformación sino una transacción.
Y los estudiantes saben que un docente mal evaluado no tiene oportunidad de dar clase el siguiente semestre: hay que funarlo. Hay quienes se victimizan y culpan a los profesores por causarles presión, frustración y “amciedá” y el horaclase que necesita esas horitas para pagar sus cuentas, no tiene más remedio que mágicamente transformar ese 5.7 para que parezca 6 para que pase… o que ese trabajo insuficiente de 4.0 se convierta en 9.2. Esto es el epítome del premio a la mediocridad. Los alumnos se quejan; los docentes se prestan para estas cosas.
En esas interacciones, emerge la micropolítica real de la educación: lo que no está en los programas, lo que se cuela en los pasillos, lo que se susurra entre líneas en un mensaje del grupo de WhatsApp o se improvisa en una llamada a última hora. Es ahí donde se pone a prueba el poder del docente, su capacidad de ejercerlo sin caer en la impotencia ni en la omnipotencia.
Porque sí, la enseñanza es una relación de poder, como dice el educador argentino Jorge Fasce. Legal, legítima y profundamente emocional. Un poder como cualquier otro, como en política o en religión; un poder que, mal administrado, puede derivar en autoritarismo y, cuando se evade, deja a los estudiantes sin rumbo, sin contención, sin orientación ética.
Como docentes, tenemos la responsabilidad política ineludible de formar no solo profesionales competentes, sino ciudadanos críticos. Y eso exige generar espacios donde los estudiantes no solo repitan, sino que piensen. Yo les insisto a mis estudiantes que se cuestionen, que me cuestionen, que cuestionen todo y a todos mucho más en estos días de fake news y de IA. Que se pregunten: ¿qué quiero? ¿para qué estudio?, ¿qué hago con lo que aprendo?, ¿cómo transformo mi entorno con este conocimiento?
Sabemos que el pensamiento crítico no basta para cambiar el país, pero por algo hay que comenzar. En un país como El Salvador, marcado por décadas de violencia, falta de sanidad emocional, la desigualdad y la desconfianza institucional, el aula debe ser un lugar donde se ejercite el derecho a dudar, a cuestionar, a imaginar alternativas. Un espacio donde las evaluaciones no sean meros momentos de miedo y negociación, sino también de reflexión y crecimiento.
Y esto no es tarea fácil. La evaluación, como bien muestran muchos estudios, genera ansiedad tanto en estudiantes como en docentes. Nos expone. Nos recuerda nuestras propias experiencias escolares de miedo, de vergüenza, de impotencia. Pero también puede ser un acto ético, si se hace desde la transparencia, la empatía y el respeto mutuo.
Por eso, antes de diseñar rúbricas y pruebas objetivas, necesitamos preguntarnos: ¿soy un guía o un autócrata? ¿Qué tipo de relaciones estamos cultivando en el aula? ¿Qué tipo de poder estamos ejerciendo? Porque es fácil criticar al estudiante que no llega a clases, pero quizás no llegan por la micropolítica que reproduzco en mis gestos cotidianos que indican ignorancia y desprecio por los educandos.
Claro, podríamos reírnos de todo esto, como hice años atrás con una novia que recibía dinero para estudiar en una universidad privada, pero lo usaba para salir de paseo conmigo mientras su madre, ilusionada, pensaba que estaba forjando el futuro académico de su hija. Ella nunca aprobó ninguna materia, pero hoy vive en el norte, feliz como cajera en una gasolinera. A veces, el sueño académico no es el sueño del estudiante, sino del padre, de la madre, del sistema.
Y ahí está el otro lado del problema: confundimos logros académicos con valor personal. Convertimos la graduación en una medalla para mostrar ante la familia o en una promesa vacía para obtener una visa.
Nos toca como docentes interrumpir esa lógica. No desde la superioridad moral, sino desde la honestidad intelectual. Si vamos a evaluar, que sea con ética. Si vamos a enseñar, que sea para pensar. Y si vamos a echarnos unos tacos, que sea después de clase, con la conciencia tranquila, y no como moneda de cambio para pasar la materia.
La educación no puede seguir siendo solo una excusa para un papel. Debe ser, en el mejor de los casos, un acto profundamente político y humano, capaz de abrir preguntas donde otros quieren certezas, y capaz de formar sujetos capaces de transformar la realidad, incluso cuando todo parece diseñado para que no lo hagan.