Cuando una hija se va

Mi hija mayor vive en el extranjero. Sus vacaciones de verano viene a pasarlas conmigo. Finalizada su época de descanso, se vuelve a ir. El pasado 31 de agosto fui a dejarla al aeropuerto y, como siempre, la despedida fue descorazonadora. Es algo que uno nunca puede manejar como quisiera. El dolor y el sentimiento son tan desbordantes que solo la esperanza de volverla a ver al siguiente año mitiga la tristeza.

Mientras recuerdo eso, me pongo a cavilar en lo que significan los hijos para uno. Cómo esos seres tan indefensos que vienen a nuestras vidas, las cambian por completo para no volver a ser nunca más como fueron antes de su existencia.

Hoy he vuelto a vivir cómo se va formando de a poco ese sentimiento de apego hacia los hijos con mi segunda hija, que tiene un año de edad. Es el llamado amor filial, que reúne los afectos existentes entre padres e hijos. Y entiendo que el amor por los hijos uno sí lo puede sentir, incluso, desde antes de su nacimiento, pero el amor de un hijo hacia los padres no viene dado en automático, no solo por ser nuestros hijos nos van a amar. ¡Nada de eso!

El amor de un hijo hacia su padre o su madre se construye día a día, en lo cotidiano, en los juegos de sus años iniciales, en el afecto que le prodigamos desde sus primeros días de vida, en lo que implica entregarse al duro trabajo de la crianza compartida. Ese amor se va creando a golpe de desvelos, llantos, cansancio, dudas y angustias, pero también con lluvias de sonrisas, gracias, abrazos y besos. Pero el amor de los hijos hacia los padres depende, en gran medida, de qué tipo de padres seamos: “Agrado quiere agrado”, dice el refrán y cuando hemos sido padres ausentes, irresponsables o que no nos hemos interesado en la crianza de nuestros vástagos, es muy difícil que ese amor florezca en ellos.

El problema es que, muchas veces, la gente solo quiere copular, no tener hijos. La paternidad y la maternidad son cuestiones muy serias como para tomarlas a la ligera; sin embargo, pareciera que es algo en que la mayoría de personas no pondera de manera adecuada. Las cifras nos lo demuestran: En las oficinas de la Unidad de Defensa de la Familia de la Procuraduría General de la República (PGR) hay un incremento alarmante de denuncias semanales, por el impago de la cuota alimenticia impuesta por los tribunales de Familia.

Según los datos de esa institución, entre mayo del 2017 a junio del 2018 hubo 18,057 casos de demandas por cuota alimenticia para niñez (hasta los 12 años); si a esos le agregamos los de adolescentes (hasta los 18 años), la suma total fue de 24,138 procesos de cuota alimenticia, en los cuales los demandados no habían depositado el dinero para el sostenimiento de sus hijos.

Ante estos preocupantes datos, uno se pregunta: ¿Por qué hay tanta paternidad irresponsable? ¿Cuáles son las causas por las que a 24,138 niños, niñas y adolescentes les han violado su derecho a la manutención?

Puede haber varias causas, entre las que se pueden mencionar: La cuestión cultural, en la que el machismo aún imperante les hace a los hombres evadir sus responsabilidades en la crianza y mantenimiento de los hijos. Cada vez vemos un mayor incremento de padres y madres adolescentes (niños teniendo niños), lo que les impide tener la madurez psicológica y física suficiente para enfrentar la ardua tarea de la crianza. Y la falta de una adecuada educación sexual y reproductiva, educación que se debería enseñar en nuestros hogares, colegios y escuelas, libre de enfoques moralistas o religiosos.

Frente a los casos de paternidad irresponsable, solo nos queda o no tener hijos o, si los tenemos, darles todo lo mejor que podamos, pues es nuestra obligación o debería serlo. El amor por nuestros hijos lo debemos cultivar, cuidar, respetar y valorar, ser padres responsables es una forma de darle ese valor.

El amor filial es inquebrantable y duradero, a lo largo de los años sin perder intensidad, más allá de las circunstancias. Por eso, ahora que las circunstancias me han separado de mi hija mayor, entiendo ‒no sin dolor‒ que así es la vida, que los hijos se van, porque finalmente los hijos no son de uno, son de la vida y uno los debe preparar lo mejor posible, darles las herramientas necesarias que les permitan desempeñarse mejor para cuando vayan a buscarse la vida, ya sea que se vayan de diez años o de treinta. Mientras tanto, cuento los días para que vuelva a tener a mi hija entre mis brazos y decirle cuánto la amo y cuánto la he extrañado.