Belleza panfletaria

Solemos creer que los panfletos nos presentan sus ideas de forma desnuda y simple, ayunos de elaboración formal. Esa misma simpleza de conceptos acompañada por la torpeza de su ejecución artí­stica, nos previene contra ellos. Solemos creer que una obra de arte se aleja más de la ideologí­a y el panfleto cuanto más se acerca a la belleza, pero “El triunfo de la voluntad”- pelí­cula nazi de Leni Riefenstahl- demuestra que dicha tesis en algunos casos no es cierta. Otro ejemplo que desmentirí­a esa aseveración lo tenemos en El Guernica de Picasso: panfleto de brillante factura.

Cierta preceptiva nos aconseja separar al artista de la obra y a la forma del contenido. Esta estrategia de lectura es convertida en una especie de principio ontológico que nos informa sobre lo que “debe ser” la obra de arte y los nexos que “debe establecer” con su creador y el mundo que la rodea. Sin embargo, sabemos desde la antigüedad que la belleza no es ajena a los negocios más turbios del hombre y que su poder formal se ha utilizado y se utiliza para penetrar los valores y la inteligencia del público. La diatriba de los filósofos contra poetas y sofistas fue un intento de subordinar el poder formal del lenguaje al arbitraje de la razón. Una “belleza amoral” entrañaba riesgos, dado que podí­a convertirse en una “belleza mercenaria”.

Sin embargo una belleza tutelada por la razón también supone otros riesgos en la medida en que subordina la creatividad de los artistas a poderes racionales institucionalizados (llámense Iglesia, censura estatal, partido comunista, etcétera) o a la tiraní­a de la moral dominante (quiten de ahí­ esa representación de la vulva, aunque sea una gran obra de arte).

De la dialéctica entre el arte, la moral y la razón no nos va a salvar ninguna regla, ningún principio. Tendremos que establecer en cada caso si lo que se ofrece es un panfleto formalmente complejo o una obra de arte donde se consigue un equilibrio entre la verdad, la belleza y la moral. Siempre, claro está, que no confundamos la moral con la moralina, ni la verdad con una doctrina mostrenca, ni la belleza con un amable masaje formal. Y siempre, claro está, de que la ética y la verdad no nos hagan olvidar cómo se funden con los laberintos interiores de la obra que sea el caso.