Despedir y decirle adiós a Irma Lanzas es difícil y más en este momento. El 9 de julio de 2020, de 86 años, se marchó de este mundo terrenal en medio de la pandemia de la COVID-19.
Doña Irma además de poeta era maestra normalista. Fuera de El Salvador se formó como especialista en Ciencias de la Educación y se doctoró en Filosofía y en Teología. En los años 60 fundó y dirigió la Televisión Educativa salvadoreña (hoy Canal 10). Fue catedrática de Teología en en el College de Saint Elizabeth de Nueva Jersey y en la Universidad de El Salvador. Además, fue decana de la Facultad de Teología de la Universidad Don Bosco (El Salvador). Por muchos años estuvo al frente de la Oficina Nacional de Renacer, misión evangelizadora de acción en El Salvador, México, Honduras y Estados Unidos. A Renacer dedicó todo su talento literario tanto para reflexiones sobre el Evangelio, como a través de su poesía mística. En 1985 recibió la medalla Caritas, otorgada por la arquidiócesis de Newark, Estados Unidos. En 2008 ingresó como académica de número a la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Entre las obras que nos deja, podemos mencionar: Hacia el Reino por la fe, Llamados a la conversión, Canción de hierba, La poética de T. S. Eliot, Los ojos de la cierva, Cantares, Torres y cielo y Sobre sus huellas.
Conocerla y escucharla declamar sus versos era especial pues se estaba frente a una mujer de letras, delicada, culta, noble y muy humana. El nombre de Irma Lanzas aparece en las reseñas de los libros de enseñanza literaria como uno de los referentes femeninos de la Generación Comprometida, la casta de poetas y artistas nacionales de los años 50 que fue dominada por hombres. En las anécdotas fundacionales del grupo, destaca la creación, junto con Waldo Chávez Velasco, el amor de su vida, del Cenáculo de Iniciación Literaria, que luego se convertiría en esa primera Generación Comprometida, movimiento literario que marcó la historia literaria nacional.
En la nota introductoria de Lo que no conté sobre los presidentes militares (Índole Editores, 2006), libro de Waldo Chávez Velasco, la doctora Lanzas recuerda: «Ese año, 1952, fue mágico. Entre paseos y tardes de verano o empapados por la lluvia florecíamos. Ambos éramos lectores incansables, y el amor que sentíamos por la poesía nos unía entrañablemente. Queríamos ser buenos poetas». Y en el caso de Irma no cabe duda de que lo logró con alto vuelo literario. Más adelante, siempre en este revelador libro, la poeta comenta un poco sobre su vida estudiantil en la Universidad de Bolonia, en Italia. Se le imagina caminando en los teatros, museos y otros escenarios donde absorbió mucho conocimiento y toda la sensibilidad que emana de sus versos.
Realmente El Salvador y su pueblo natal, Cojutepeque, pierden a una gran mujer; pues, además de todo el trabajo literario y de difusión de la obra de su esposo, doña Irma trabajaba con las comunidades. Por eso, el término de “comprometida” lo tiene bien ganado, porque siempre fue más allá de las letras.
Sus sonetos, especialmente, son una muestra de la fina y honda voz que siempre fue.
RITMO
Hay un ritmo inicial en cada cosa,
universal, eterno y legendario:
ritmo en el infinito planetario,
en la sangre, en el vino y en la rosa.
Ritmo en el corazón y en la campana,
en el velamen blanco y marinero,
en la garganta azul del clarinero,
y en la lluvia que azota la ventana.
Ritmo en el caracol y en la montaña,
en la respiración de la azucena
y en las intimidades de la caña.
Y hasta en las rigideces de lo inerte,
hay un cósmico ritmo que encadena
los compases del frío y de la muerte.
Que su viaje esté lleno de paz y el que el consuelo abrace a sus hijos.