1992, parteaguas histórico (parte II)

El Acuerdo de Chapultepec no sólo consiguió poner fin a la guerra, también instauró la democracia en el paí­s. Desde 1994 en los sucesivos procesos electorales han participado las más diversas fuerzas polí­ticas, incluidas aquéllas que habí­an estado proscritas por más de sesenta años. Los antiguos enemigos se han convertido en adversarios. El ejercicio de la polí­tica, aunque en ocasiones transcurre no exenta de crispación, ha dejado de ser fuente de violencia y represión. La oposición no sólo es tolerada, goza de espacios de expresión y las movilizaciones sociales y de la ciudadaní­a por lo general son respetadas. Comparada la situación del 2017 con la de 1967, el avance es notable y evidente. Pero insuficiente.

 

Falta mucha cultura democrática, más práctica del debate, mayor tolerancia a la diversidad de las ideas y de las opciones de vida. No se experimenta la democracia como una forma de vida. Más bien su concreción en El Salvador se reduce a respetar unas reglas de juego y un escenario en el que los intereses y las diferencias se confrontan y se consensúan. Déficit democrático lo hay en la sociedad polí­tica como en la sociedad civil, entre la clase polí­tica pero también en la sociedad salvadoreña. 

La polí­tica y los partidos deben democratizarse, pero democratización requieren asimismo la escuela, la iglesia, la fábrica, la familia. Mucho podrí­a lograrse con mayor inversión en educación y en cultura. A las tradiciones machistas y patriarcales se agregan las pulsiones de la competencia neoliberal y del consumismo desenfrenado. Todo conspira para dejar en la marginación y la vulnerabilidad a amplios sectores de población: campesinos, indí­genas, mujeres, grupo LGTBI, menores de edad. Pese al auge de la religiosidad popular no prevalecen valores cristianos de compasión, solidaridad y humildad, sino los anti-valores del sistema: competencia, ostentación, exhibicionismo, intolerancia. El paí­s necesita, como reclamaba Gramsci, de una reforma cultural y moral. 

La negociación no resolvió – no podí­a– las causas económicas y sociales del conflicto, cuyas raí­ces se hunden en la modalidad de capitalismo salvaje que ha predominado en la región. No se le puede achacar a los acuerdos de paz no haber garantizado la paz social, empleos y bonanza económica, la superación de la desigualdad y la discriminación. Es tarea de toda la sociedad y deberí­a centrar la agenda del sector privado y de los partidos. Pero la desidia y autocomplacencia de las dirigencias tienen una elevada responsabilidad en el deterioro de la situación que se advierte a veinticinco años del Acuerdo de Paz. 

La desbordante emigración, la extendida desintegración familiar, la amplitud de la economí­a informal, el auge delincuencial, el empoderamiento de las pandillas, la pérdida de control de los territorios por el Estado, son graves sí­ntomas de la enfermedad estructural que abate a la nación. Ésta necesita no tanto nuevos acuerdos de paz, como un consenso básico sobre el diagnóstico de nuestra dolencia nacional y medidas urgentes de salud pública, para decirlo al modo de Robespierre.