Las tristísimas muertes de Pancho y Corina

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La guerra no sólo mata. Envenena el alma. Una vez llegada la paz, tocó reinsertarnos a la sociedad, retomar los estudios, emprender, criar a las niñas

Por Marvin Galeas

Llegaron una tarde de febrero y se instalaron en casa, como si siempre hubiesen vivido con nosotros. Corría la mitad de la última década del siglo pasado. Fines de guerra. Tengo tan presente la figura de Pancho. Tenía un aspecto distinguido y juguetón. Su traje azul le daba un aspecto noble. Corina, por su parte, con su celeste pálido y su coqueta mirada de lado, tenía todo el aspecto de la realeza. Era todo un honor para nosotros ser sus anfitriones.

Pancho y Corina se levantaban muy temprano para alegrarnos el amanecer. Yo, que por mi trabajo en ese entonces como conductor de un programa de radio, me levantaba a las cuatro de la mañana, me los encontraba muy juntos, cantando y riendo como si hubiesen hecho el amor toda la noche. “Buenos días, Pancho. Buenos días, Corina”. Ellos intercambiaban miradas cómplices y luego me miraban de lado y se reían con música.

Con las niñas, ese tiempo tres cositas bellas, eran un amor. Compartían el mismo gusto por los Backstreet Boys y la Britney Spears. Pancho y Corina eran de esos seres qué se acuestan y se levantan temprano. Nunca estaban tristes. Le dieron a nuestra casa un toque de permanente alegría y desparpajo.

Un día de la semana anterior olvidamos cerrar la puerta corrediza y las ventanas. La lluvia repentina y traicionera, de rayos y vientos se coló y mojó hasta los huesos a Pancho y Corina. Sandra y yo los encontramos por primera vez callados y melancólicos. Estaban muy juntos en su lecho; dándose calor con sus pequeños cuerpos. Pancho apretaba a Corina contra su pecho y la miraba con ternura.

Tratamos de calentarlos. Los abrigamos y nos fuimos a dormir. Teníamos la esperanza de que nada trágico pasaría. La madrugada del día siguiente los encontré rígidos. Muertos. Estaban tirados en el piso, muy cerca el uno del otro. Parecían dos idealistas inmolados en el último momento ante un embate rabioso de las fuerzas enemigas.

MIrza se levantó y los vio durante un largo rato. Vi una lágrima deslizarse por su mejilla. No pude evitar una sensación de desesperanza y dolor que no había sentido desde los primeros años de la guerra. Los metí en una bolsa de plástico y los enterré, camino a la radio, a la orilla de la carretera. Mis hijas llorarían desconsoladas una hora después al encontrar la jaulita vacía, sin los alegres periquitos australianos.

Ni Mirza ni yo tenemos tendencias a la cursilería ni al melodrama. Ella ha enfrentado situaciones que requieren verdaderos nervios de acero. Yo viví durante casi una década con la muerte dobladita en la mochila. Vi la cara del horror en los mutilados por las esquirlas retorcidas de las bombas de quinientas libras. Vi a un compañero caer en un charco de sangre, luego de que un cohete aire-tierra le partiera el pecho, mientras trataba de salvar el motor de la radio.

Hubo unos días en que a cada momento se nos comunicaba la caída en combate de entrañables compañeros y compañeras: Lillian Mercedes, Janet, Manlio, Cirilo, Dore, Payín, Samuel… y una larga lista. Para no volvernos locos, aprendimos a no llorar. O a llorar en seco. A asimilar la muerte como una cuestión de rutina para que no se nos quebrara el alma. Nos tragamos las lágrimas y masticamos el dolor. Pero en ese desprecio a la muerte, también se nos alienaba el amor por la vida.

La guerra no sólo mata. Envenena el alma. Una vez llegada la paz, tocó reinsertarnos a la sociedad, retomar los estudios, emprender, criar a las niñas. Habíamos pasado más de una década con la vida colgando de un hilo. Y ahora había que reaprenderlo todo.

La tristeza qué Mirza y yo sentimos por el deceso de dos periquitos, ¿no era acaso, después de tanta muerte, faltarle el respeto al dolor? ¿Una debilidad del espíritu? Para nada. Era, ahora lo sé, un signo en clave triste de que habíamos recuperado nuestra capacidad de asombro. De estremecernos ante las cosas sencillas de la vida. No somos seres especiales. No somos santos ni héroes ni ángeles ni demonios.

No había nadie a quién odiar ni a nadie quién perdonar. Ya no había paraísos que construir. Había, eso sí, hijas qué besar. Amigos que encontrar y abrazar. Vida que vivir, vivir con plenitud. Ese es el legado de los amigos y amigas que se fueron persiguiendo estrellas inalcanzables. Y que desde algún lugar del universo nos dice “al menos lo intentamos”. Es el legado también de Pancho y Corina, mis periquitos australianos.

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Marvin Galeas
Marvin Galeas
Periodista, escritor, editor, guionista de cina, publicista; exguerrillero, y colaborador de ContraPunto
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