Cien dí­as de tristeza

Sobre la necesidad de una ausencia que obre

Se atribuye a Diderot haber dicho que “La cólera destruye el sosiego de la vida y de la salud del cuerpo; ofusca el juicio y ciega la razón”. O, lo que es lo mismo, arrebata la serenidad, enferma y anula la lucidez. Por eso, Horacio habí­a asentado que “La ira es una locura de corta duración”. Aunque esto es relativo. Porque hay iracundos que viven coléricos siempre y por ello su locura es permanente. También lo es su frustración: esa que brota del perpetuo desasosiego, de la precaria salud prolongada y de la insistente torpeza para pensar, pues esto no los deja realizar nada.

La guerra y la polí­tica son actividades cuya naturaleza (la lucha por el poder) las hace proclives a engendrar iras. La justificación de las propias acciones, aun cuando los hechos nieguen su validez, y el obvio fracaso de las ideas que las animan, produce cóleras como la legendaria de Aquiles o la tragicómica de Hitler. Los mejores guerreros lo saben y por eso tienen en cuenta lo que un viejo proverbio japonés expresa así­: “El hombre que se enoja se derrotará a sí­ mismo en el combate, lo mismo que en la vida”. Y es la derrota “en la vida” la peor consecuencia de la ira. Marco Aurelio, guerrero de toda una época y pensador para la eternidad, lo comprendió cabalmente cuando exclamó: “¡Cuánto más dolorosas son las consecuencias de tu ira que las acciones que la han originado!”. Y cuánta sensación de fracaso tomar conciencia de esta absurda verdad.

Cuando Confucio asienta que “El que domina su cólera domina a su peor enemigo”, nos invita a buscar la causa de nuestro desasosiego, de nuestras enfermedades y de nuestra falta de lucidez dentro de nosotros mismos, y a no proyectarla en las acciones de nuestros enemigos o en las de quienes aborrecemos porque no piensan como nosotros o porque simplemente viven libres de ira. Esto produce envidia. Y la envidia hace brotar a borbotones la frustración y la cólera en nuestros egos, los cuales son tan grandes y débiles que cualquier cosa que tocan los lastima o los revienta.

No basta ―sobre todo en tiempos de lucha― llamar a convivir en paz y unidad en nombre de valores abstractos que todo el mundo sabe pero que nadie vive y que la mayorí­a traiciona. En tiempos convulsos, de violencia, injusticia y muerte, sólo quienes asuman la valentí­a de ver hacia adentro y reconocer en sí­ mismos las causas de sus tormentos í­ntimos, saldrán victoriosos o cuando menos indemnes. Las causas externas habrá que combatirlas con serenidad, sano juicio y lucidez. Es decir, sin ira. Porque la ausencia de ira es condición de la sangre frí­a y de la acción eficaz. Es esta, sin duda, una ausencia que obra.

Ya lo dice aquel otro viejo proverbio japonés que claramente sentencia: “Si eres paciente en un momento de ira, escaparás a cien dí­as de tristeza”.

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